Ese hombre de manos como patios, feliz imagen que nos diera Horacio Ferrer, se fue de la ciudad un 18 de mayo.
¡Qué absurdo decir se fue! El Gordo, en realidad, nunca podrá irse, porque si él se va, nosotros estaremos, definitivamente, abolidos en el tiempo.
Uno dice: se fue porque ya no lo vemos con su figura extensa, sus ojitos de ángel, su papada cayendo en el éxtasis y esos dedos viajando por una Buenos Aires que es suya, total y musicalmente suya.
Uno dice: se fue y ¡qué mentira! Si el aire lo pronuncia a cada rato, si la garúa lo nombra, si cada rincón de la ciudad tiene un recuerdo que le pertenece…
El Gordo no se puede ir. Le está absolutamente prohibido intentar el “raje”; son millones de manos que lo aprisionan contra el pecho, que no le dejan levantar el vuelo.
Sus hilos lo retienen: La trampera, Responso, María, La última curda, Sur. Sus amigos lo tienen encerrado entre nostalgia y noche; todo un pueblo lo reclama vivo, gordo, tristón, genial, indispensable.
Y, por sobre todo, hay alguien que lo espera siempre, sentadito muy solo, abrigadito en pana, mudo y sordo a cualquiera que venga a seducirlo, a acariciarlo. Le pertenece por entero, es un cacho de corazón del Gordo, un fragmento importante de su alma, es parte de su fuego y de su vino. El bandoneón, señores, no se entrega si no lo abraza el Gordo; no gime ni se exalta si no es entre los dedos de Pichuco.
Él lo inventó, él le sacó de adentro los mejores fantasmas, los sones turbulentos, el desvelo y la magia. Él lo hizo llorar o detenerse ensimismado, con los párpados bajos, inflamado y desinflando su ternura de viento, su mensaje a los hombres, su eternidad hecha tango.
El Gordo fue, señores. Por eso es que se queda. Que se cierre la puerta, que cope la parada el silencio, la unción; que todo se resuelva en la penumbra, en la intimidad con uno mismo.
Pichuco está tocando todavía y seguirá tecleando mientras nos quede sangre, dolor, recuerdos por las cosas que se han ido, ciudad y amor y todo, todo lo que nos hace únicos.
Buenos Aires no puede darse el lujo de dejar que se vaya a darle serenata a los ángeles, a reventar de genio todo el cielo. Pichuco es de la tierra y de esta tierra. Lo armaron con hollín, con cemento, con plazas, con hombres solos y muchachas tristes, con pájaros insólitos, con corazón abierto, con arterias de duende y madrugadas.
Pichuco no se fue. Nunca se irá. Por eso hoy lo abrazamos en el viento, lo despertamos para el desayuno, le contamos las cosas de la vida y, después, le decimos mirándolo a los ojos: Gordo, tocate un tango. Y el bandoneón, solito, se va quitando el abrigo de pana, se endulza lentamente mientras él va entornando los ojos, poniendo a punto el ronroneo…
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Imagen: Aníbal Troilo, dibujo de Hermenegildo Sábat.
Tomado del libro Crónicas para el desayuno deRoberto Díaz , Ediciones La ciudad, Avellaneda, Pcia. de Bs. As., 1983.
Tomado del libro Crónicas para el desayuno de