28 ene 2012

Sobre tus mesas que nunca preguntan


(De Eugenio Mandrini)

Hay dos clases de bares.
Los que están demasiado iluminados, los ostentosos de luz, cuyos dueños parecieran haber firmado un pacto con el sol del mediodía, porque no hay ni un miserable rincón de penumbra donde se cobije el misterio, y por eso nunca entrará allí un auténtico porteño de esos que, como aquel viejo reo de Transilvania, está siempre ansioso de hincar el diente en la yugular de la noche. Bares sin alma a los que sólo se va a pasar el rato.
Y los otros. Mis bares. Los nuestros. Esos donde allá, bien al fondo, en la esquina de la sombra, hay siempre una mesa dispuesta para algún solitario con su cara de otoño. Esos bares donde los domingos, a eso de las seis de la tarde, invariablemente, entra la muerte a convencernos de que no hay una vida mejor, pero sale derrotada porque allí dentro todos somos un poco Dios. Esos bares donde no se le niega la entrada a perros vagabundos, vendedores ambulantes o cualquier otro náufrago sin mar o Robinson sin isla. Esos bares en cuyo techo neblinoso habrá siempre una araña obsesiva y poética empeñada en tejer la trampa en la que ira a caer la soñada mosca blanca. Bares, esos, con un aura de tiempo, de leyendas, de fantasmas amados que perviven entre esa heterogénea fauna de tipos con un poco de locura en las ojeras (como la de aquel mozo que, en un bar de Cochabamba y avenida La Pata, a pocas cuadras de lo que fue el Gasómetro, aquel palacio del inmortal San Lorenzo, se dedicaba, pacientemente, a enderezar medialunas detrás del mostrador, porque como solía confesar: un hombre recto como él no podía tolerar ninguna forma torcida de la vida). Bares donde la contracara de la soledad es el culto de la charla, ese parlotear sobre la existencia alrededor de mesas que nunca preguntan, y donde uno acaba dejando de ser uno para convertirse, a la vez, en Discépolo y Nietzsche, en Mariano Moreno y Hamlet, en profeta y maldito, en inmortal y suicida. Bares, en fin, donde siempre estuvimos allí, aunque hayamos entrado por primera vez, orientados siempre por el amor y la aventura de almear (es decir: tutearnos con el alma).
De ahí que en esos bares, en esos verdaderos paraísos del infierno, siempre habrá una mesa confesional con una botella de oxígeno para aquellos que huyen de las tristes oficinas o de las macabras noticias del mundo, y siempre habrá también un estaño desde el cual, con dos medidas de whisky, se pueda resistir mejor el regreso a la mujer de siempre, a la cena de siempre, a la sábana con los gemidos de siempre, a los sueños inconclusos de siempre.
Y tampoco podrá faltar allí la mesa junto a la vidriera. Porque la vidriera del bar es la llave para entrar a los espejos, o mirar lo invisible y saberlo todo. Hablando de esto: ¿Saben cual es la diferencia entre la pantalla de Internet y la vidriera del bar? Les cuento. Internet nos informa, por ejemplo, sobre la vida y obra de Beethoven; pero la vidriera del bar nos hace ver cómo Beethoven apretaba los dientes o se reía endemoniado cuando el "la" le pegaba en la sangre. Lo mismo pasa con Van Gogh: Internet nos muestra hasta la oreja que Vincent se cortó; pero solo a través de la vidriera del bar se podrá ver que en un ojo de Van Gogh estaba el sol y en el otro la noche de toda su locura. E igual sucede con Poe: Internet nos llevará hasta el mismo vaso con que el gran aterrorizador se emborrachaba hasta el delirio; pero solo por la vidriera del bar sabremos cómo Poe le enseñó a hablar y escribir a las pesadillas que llevaba dentro. Es que Internet es solo conocimiento. Y la vidriera del bar es revelación.
Por eso a estos bares se entra para pensar y no para pasar el rato. Pero además de la penumbra, y el estaño, y la vidriera, y la araña aquella que persiste en tejer su viejo sueño, están los personajes funambulescos cuyas historias completan el cosmos de esos bares y los eternizan. Les cuento tres:
Primera historia: En aquella mesa, una pareja discutiendo. De pronto el tipo le manda un biandún de zurda, que suena como un escopetazo. Enseguida va otro y otro más. Hasta que alguien, apiadado, dice: "¡Pobre mina!". Y entonces el tipo le contesta: "¡Que pobre mina si es un travesti, y encima me cornea!". Un rato después los dos se van, despacito, abrazados y besándose. Ahí es cuando el de la mesa contigua a la mía, porteño él, dictamina: "¿Vio? El amor es como la religión: o te embrutece o te cura todos los males". Un sabio.
Segunda historia: De pie junto al estaño, un flaco con cara de insomnio, se vacía una ginebra y pide tres más. ¡Está solo y pide tres más! Se la sirven, las traga como el aljibe a la lluvia y pide cinco más. No lo puedo creer y me le acerco. "¿Se puede saber por qué de una ginebra pasó a tres y de tres a cinco?", le pregunto. "Y de cinco paso a siete –me contesta–, porque yo soy un hombre impar: voy de uno a tres, de tres a cinco, y así sucesivamente". Un loco imperdible, me digo. Y cuando estoy por la tercer ginebra y él por la séptima, ya somos viejos amigos.
Tercera historia: El tipo entra desorbitado: la boca abierta igual que un sediento y el pecho roncándole de agitación. Todos le hacemos paso. Entonces llega al mostrador y pide: "¡Pronto, un vaso de agua!". Y cuando el mozo se lo alcanza el tipo dulcemente, enamoradamente, becquerianamente, introduce en el vaso una rosa roja ya medio mustia. Lo aplaudimos.
Esto es lo que quería decir sobre ciertos bares, los míos, los nuestros. Y algo más. En esos días en que usted se sienta como sepultado en el fangal de la vida y quiera asomar la cabeza para mirar las estrellas, hágalo desde una mesa que esté junto a la vidriera de uno de esos bares. Y verá que las estrellas son más. Y hasta es posible que el duende de Gagarin, desde lo más azul de allá, lo salude pulgar en alto.
Y ya me fui. Pero cuídense porque anda suelta.
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Imagen: Café y bar "La Poesía" (Bs. Esquina de Chile y Bolívar, San Telmo, ", Bs. As.).
Tomado del sitio El muro. La guía cultural de Buenos Aires.