Buenos Aires también es una ciudad vegetal, atravesada por la dicha de antiguos árboles. Crecen como presencias sacras, y su idioma es el de un intenso silencio expresivo, el del viento que tintinea entre las hojas o que germina un susurro que cae de lo alto y triunfa en la gruta atardecida de los árboles.
Se elevan exactamente piadosos, sabios y hospitalarios, y ése es su ejemplo. Han desechado el orgullo, y son sencillos, casi atemporales. Enlazan lo profundo con el reino de la superficie, y potentes se empinan hacia las alturas, unen las tres zonas en una sola área sagrada, configuran una escala cósmica que anula la tragedia de los opuestos.
Buenos Aires está recorrida por el callado lirismo de los árboles. El hombre recibe su amistad, escucha los secretos que manan, oye la brisa que se despierta al llegar el crepúsculo a sus copas. Y una felicidad creciente lo invade, como si de nuevo lo amparase el paraíso fugaz de su infancia.
En la avenida Manuel Quintana y Junín, en la Plaza Recoleta, se destaca un viejo gomero surcado por un encaje de venas que laten bajo la alegría de los días. Fue plantado por el agrónomo Martín José de Altolaguirre, cuya quinta se dilataba cerca de la Recoleta. El cáñamo y el lino fluían en las siestas amigables sombras, que caía fútiles sobre Belgrano y Altolaguirre, quienes juntos emprendían por la quinta largos paseos metafísicos.
En la Plaza Rivadavia, que se extiende en Caballito sobre un fragmento de la quinta Lezica, murmura aún un ombú irónico y sabio. Contempló el girar del tiempo, el apagarse y encenderse de numerosas vidas, el fulgor de las estrellas de verano sobre los vidrios de la antigua casa patriarcal. Y en la noria, que todavía se yergue en la plaza, los sollozos de un espectro lunar, que aún gime por las alamedas.
Un gomero, victorioso, que roza la plenitud de lo angélico, madura en la Plaza Lavalle. Tiene más de cuatrocientos años de antigüedad. Proyecta una sombra beata, un círculo religioso sobre los hombres que descansan. Manso, misericordioso, sencillo, como una plegaria en su murmullo, y al escucharlo huye el dolor y la serenidad tranquiliza nuestra alma. Sus raíces sobresalen como un laberinto y se aferran a la tierra y parecen querer trepar al cielo. Las ramas de un ombú próximo caen deliciosamente hacia el suelo en un movimiento prolongado, imperceptible, y voces antiguas ríen en sus hojas y de nuevo, bajo su sombra, nace el amor en los ojos de los hombres.
Somos, en estos instantes, el cielo amplio, el viento y la distancia y la savia y el misterio, pero sobre todo el dios dormido que yace en nosotros y de pronto despierta.
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Imagen: El gomero de la Recoleta.
Tomado del libro Revelación de Buenos Aires de L. A. B.; Torres Agüero editor, Bs. As., 1985.