(De Leonardo Busquet)
Aclaración necesaria: esta nota, cargada de garabatos,
tenuemente alumbrados de porteñidad perpleja, se inspiró en un trabajo
aparecido en Clarín el 20 de febrero
pasado. El informe lo firma la periodista Mariana Iglesias y trata sobre la
niñez sin calle. Abunda en reflexiones vinculadas a la vulnerabilidad y los
miedos del piberío de hoy que tienen cada vez menos contacto con la ciudad. Se
crían puertas adentro, mirando televisión o jugando con la PC. También recurre al
testimonio de especialistas que indican que el encierro limita el desarrollo
intelectual y emocional. Y así los hijos se llenan de inseguridades. Miré
detenidamente las tres fotos que ilustran la información. Una es de 1900, otra
de 1935 y la última de 1982. Los chicos están en la vereda, juegan sobre ella,
corren, se esconden, aventuran un poliladron o derrochan habilidad con las
figuritas o la pelota de trapo (más tarde la de cuero). La vereda era nuestra
aliada y hoy parece una enemiga atroz. Entonces memoré mi infancia y salió
esto. Aquí vamos.
La transformación deviene a transfiguración, algo que cambia
y se distorsiona, se deforma. Algo que pierde su esencia, su origen. A la
vereda le pasó eso: perdió su esencia, su génesis.
No son tan borrosos los recuerdos de la infancia. El viejo
Anastasio sacaba la silla a la vereda. La giraba y se sentaba al revés. Tomaba
mate y convidaba a los ocasionales transeúntes. Vecinos casi todos y algún que
otro forastero de los que trajinaban el paso por Barracas. Ahí estaba el viejo.
Se dejaba llevar por la vida que transcurría por la vereda del sur fabril, de
una ciudad algo distinta, menos distorsionada. La vereda era el lecho del
empedrado desigual que daba el tono cansino a esas calles perdidas. Isabel la Católica a la altura de
California. Barracas en estado puro y a pocas cuadras, la Boca. Por ese tiempo se
escuchaban los gritos de una década que se adivinaba tumultuosa. Los tanques
del Ejército en las calles ponían el marco necesario para entender que ciertas
cosas podridas de la política venían mal barajadas. Los años 60 tenían la carga
agria de la inestabilidad, como aquellas tormentas de verano que dejaban
lustroso el porfiado empedrado. El viejo ignoraba ciertos movimientos a sus espaldas,
orientadas, según se sentaba, a la leve vorágine de Montes de Oca. La avenida
trazaba un punto de encuentro en su cruce con California: “El Progreso”. Sus
ventanales, esas mesas apaciguadas por la moderna cobertura de fórmica, los
espejos biselados, sostenidos desde los techos. La barra con el riguroso estaño
y la vajilla típica, creaban el trasfondo, la escena ideal para confirmar que
en esa ochava se levantaba el Café bar
del barrio. Doña Purita paseaba por la vereda sus ostensibles glúteos, trabajados
por sucesivos guisos, la pizza amasada de los sábados y las inexorables pastas
domingueras. Paseaba la gorda y pispeaba las novedades de neto corte local. Con
la información necesaria, procedía a desparramar las versiones (corregidas y
aumentadas por su imaginación). Doña Purita era una chusma consagrada pero
simpática. Sus usinas de rumores no lastimaban a nadie. A pocos metros pero de
la vereda de enfrente, se levantaba el almacén de don Modesto. El módico
comercio le rendía pleitesía al nombre de su dueño. Pero don Modesto tenía lo
necesario, a veces..., y a veces no.
Una tarde mi vieja lo encaró airada porque osó envolverle
los fideos frescos en papel de diario. –No sea sucio, hombre, y de paso
límpiese las uñas que parecen carbón–, le soltó mi madre y le dejó los fideos,
claro. No pasaron ni tres días que lo perdonó pero los fideos frescos los iba a
comprar a la vuelta, dos cuadras antes de cruzar el delgado límite con la Boca. Por lo demás, mi
casa, asistía siempre de mañana, al desfile de los dependientes. Los chicos con
sus canastas de mimbre al brazo. Así llegaban las verduras, el pollo recién
asesinado y otras menudencias que abastecían las necesidades gastronómicas de
la familia. El lechero dejaba en la puerta las botellas panzonas, verdes y apretadas
por la espesa capa de nata a la altura del cuello. Los fines de semana mi
asombro se complicaba con la vereda para ver llegar al carro del mimbrero o
silletero. Un diminuto señor que conducía el vetusto vehículo tirado por
caballos, como el lechero, pero todo saciado de sillas, sillones, escobas,
plumeros. Siempre me atrajo la duda sobre cómo carajo hacía el silletero para
desmesurar su carro con tanta carga.
La misma pregunta, lo notaba, se la hacía el pobre caballo
de tiro. La radio se prendía a determinadas horas. Todavía no había invadido la
televisión.
El viejo tenía la costumbre de armar sus propios receptores
de radio, era un capo. Y además funcionaban. Así pasaban el Glostora Tango Club
o Los Pérez García.
Los domingos al mediodía eran para la Revista Dislocada.
Después las pastas, mucho más ricas que las que devoraba Doña Purita. La radio
estaba adentro. Pero en la casa se adivinaba la presencia vigilante de la
vereda. Estaba ahí, siempre con nosotros. Sabíamos que podíamos contar con ella
a la hora de despabilarnos. Aquellas imágenes, esos aromas, la mansedumbre del
patio y los obligados juegos del piberío veredístico, (agrego el rumor de las
hojas secas de otoño en la plaza Colombia), se guardan, con celo, en mi memoria
algo desolada. ¿Por qué dejamos perder lo entrañable? ¿Cuándo sucedió que no
nos dimos cuenta? ¿Acaso no se vivía mejor..., digamos, diferente? No era tanto
el barullo de ansiedades perturbadas por las urgencias. Todavía me asiste la
sana costumbre de “parar” en el Café. No sólo en uno, sino en cinco. Son parte
sustancial de mi vida de grande. Me detengo a mirar la vida como lo hacía el
viejo con la silla al revés, aunque ya no estoy por Barracas. Mi destino de
mirador está por Boedo, San Telmo, San Cristóbal o el centro porteño. Pero no
hay vuelta que darle, el sur me tira y me tira bien, me cae a medida. Miro por
las ventanas y registro las enormes
diferencias con aquellas perplejidades infantiles. Hoy todo es vorágine,
aceleración, urgencias para nada, incomunicación con celulares a mano,
insolidaridad y tantas otras patologías sociales. A esta altura, si el paciente
lector cree adivinar en mis conceptos un dejo de nostalgia y algo de
melancolía, debo decir que no está en lo cierto. Ni dejo, ni algo. Mi
remembranza es una débil lágrima que asoma con fastidio, es nostalgia y
melancolía de pura cepa. Éramos felices con tan poco. Además le incorporo una
buena dosis de bronca. No rechazo el paso del tiempo ni ciertas comodidades
presentes. No tengo la mirada en la nuca pero me abruma un puñado cada vez
mayor de injusticias, inequidades y ausencias. Sucede que, desde hace años (no
sé cuántos), la vereda y yo nos aislamos, nos colmamos de miedos y enfermamos a
la par.
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Imagen: Chicos jugando en la calle (Foto tomada del blog: elalmiranteruina.blogspot.com).