(De Diego Ruiz)
Andaba este
cronista callejero tratando de analizar cómo el arrabal se fue transformando en
barrio, o sea cómo las antiguas zonas de quintas o bañados se fueron
urbanizando al paso del tranvía y, mejora sobre mejora, fueron adquiriendo
“respetabilidad”. Y comentaba que la antigua población, vinculada en
gran parte a los oficios ecuestres o semirrurales –oficios con una gran carga
de eventualidad y, en consecuencia, con abundantes períodos de ocio– fue
cediendo lugar a un nuevo elemento social, mayormente inmigratorio, que
procuraba su sustento en ocupaciones fijas, ya fuera en el comercio, los
servicios o las industrias que, en muchos casos, originaron algunos de los
actuales barrios: el cronista se
ha referido en más de una ocasión a cómo la curtiembre de Luppi generó a Nueva
Pompeya, o la Fábrica
Nacional de Calzado –que permitía a sus obreros, en los
primeros tiempos, dormir en las instalaciones hasta que construyeran su casita–
a Villa Crespo.
Este
elemento inmigratorio era portador de tradiciones que irían configurando la
identidad del porteño, tanto en el habla como en la cocina o la música, pero
también de una feroz cultura del trabajo que, sumada a las posibilidades de
ascenso social de la época, incidirían en la formación de una “moral” bastante
estricta de la que no se salvarían ni siquiera los socialistas y anarquistas de
aquellos tiempos, que hoy nos parecen bastante mojigatos e intolerantes. Como
toda clase en ascenso, estos sectores que provenían del proletariado o del
campesinado adoptaron un código de normas de conducta pública y privada que los
reafirmaba en un status de honorabilidad que, a su vez, les permitía
mayores aspiraciones sociales. Pero precisamente esas pretensiones de status,
de “decencia” suelen necesitar de un espejo en que mirarse, otro grupo social,
otras costumbres u otros ambientes que, por oposición, las validen. Así, las
virtudes domésticas de esta incipiente clase media fueron transferidas al
barrio en oposición al “afuera”, a las “malas influencias” o a la “mala vida”
que en su imaginario se asimilaron al “Centro” y muy tempranamente al tango,
esa “música de lupanar” como la llamó más de un escritor “bienpensante”. Lo
notable es que ese mismo tango, al adecentarse y ganar aceptación –porque había
sido adoptado por sectores de las clases altas, porque había sido aprobado por
el mismo Papa y porque era moda en París– reflejará ese imaginario y nos dará
una serie interminable de “milonguitas” y retornos “a la casita de los viejos”.
Ya en 1916 Luis Roldán escribe en Maldito tango: “En un bazar feliz
yo trabajaba/ nunca sentí deseos de bailar,/ hasta que un joven que me
enamoraba/ llevóme un día con él para tanguear [...] La culpa fue de aquel
maldito tango/ que mi galán enseñóme a bailar/ y que después, hundiéndome en el
fango,/ me dio a entender que me iba a abandonar”.
Como se ve,
en esta letra primigenia es el propio tango el corruptor, una “danza maligna”,
como titulará otra pieza Claudio Frollo, que pervierte a las jóvenes de
familias decentes. Sin embargo, esta confusión sobre las causas de la
“perdición” de esas mujeres es poner el carro delante del caballo y, más
temprano que tarde, las cosas serán puestas en su lugar por Armando Tagini en Mano
Cruel cuando dice “mintió aquel hombre que riquezas te ofreció”...
La causa era más simple y estaba también vinculada al ansia de ascenso social,
o más directamente de un mayor bienestar económico. “Te conquistaron con
plata/ y rajaste para adentro./ Las luces malas del Centro/ te hicieron meter
la pata”, dice Enrique Maroni en una de las versiones de Tortazos;
Pascual Contursi le espeta a Flor de fango: “Justo a los catorce abriles/ te
entregastes a las farras,/ las delicias del gotán.../ Te gustaban las alhajas,
los vestidos a la moda/ y las farras de champán”, y Celedonio Flores feroz
en sus invectivas –le dice a Margot: “Son
macanas, no fue un guapo haragán y prepotente/ ni un cafishio veterano el que
al vicio te largó.../ Vos rodaste por tu culpa y no fue inocentemente.../
¡Berretines de bacana que tenías en la mente/ desde el día en que un jailaife
de yuguiyo te afiló!”. Este mismo panorama, en una vena más
condescendiente, se revela en La mina del Ford –también de Contursi–,
aquella que quería “sillones de cuero todos rempujados” o en la Pipistrela
de Fernando Ochoa, cuando reclamaba que “Ya estoy seca de tantos
mucamos/ cocineros, botones y guardas;/ yo me paso la vida esperando/ y no
llega... el otario.../ Yo quisiera tener mucho vento/ pa’ comprarme sombreros,
zapatos,/ añaparme algún coso del Centro/ pa’ dejar esta manga de patos”.
Pero no
eran sólo las niñas las que corrían peligro ante los deletéreos atractivos del
Centro. También los muchachos podían tomar el mal camino de la farra, el juego,
la dipsomanía o caer en manos de alguna vampiresa. ¿Qué falta hacía, realmente,
si en todo barrio que se preciara había un discreto prostíbulo donde podían
desfogarse? En este punto piensa el cronista
que esta hipocresía clasemediera era, en realidad, bastante más democrática que
la de las familias “patricias”, en las cuales las sirvientitas cumplían las
mismas funciones en el patio del fondo o en las habitaciones de las mansardas,
práctica que evitaba que los “niños” se contagiasen vaya a saber qué peste... Y
sin embargo, el cronista no
recuerda letras de tango –seguramente por su tan reprochada impronta machista –
en que la amonestación vaya dirigida a algún hombre por haberse descarriado.
Quizá Mala entraña, de Celedonio Flores..., pero el protagonista no
adquirió sus cualidades negativas al contacto del Centro, sólo es un vulgar
compadrito de barrio. En el imaginario del tango el hombre ha corrido vida, ha
sufrido decepciones, traiciones y desengaños... pero no es reprochable,
repetimos, porque se redime al volver al barrio, a la “casita de los viejos”: “Besos
y amores/ amistades, bella farsa/ y rosadas ilusiones/ en el mundo hay a
montones...” dice José de la
Vega en Madre hay una sola, y Enrique Cadícamo hace lo
propio en La casita de mis viejos cuando narra “Vuelvo vencido a la
casita de mis viejos,/ cada cosa es un recuerdo que se agita en mi memoria,/
mis veinte abriles me llevaron lejos.../ locuras juveniles, la falta de consejo”.
Piensa en
este punto el cronista que
estas creaciones del imaginario social vienen, en realidad, de muy lejos. En
resumen, suponen la existencia de un ámbito en el que se conservan y respetan
los viejos y sanos valores frente otro amenazante y corruptor: el barrio versus
el Centro, el campo versus la ciudad. El emperador romano Augusto –que contra
lo que muchos manuales enseñan no continuó la obra de Julio César, sino que
hizo todo lo contrario, encabezando una verdadera restauración del poder
patricio–también consideró que la urbe estaba totalmente corrompida y que la
única solución era volver a los antiguos valores y costumbres, por lo que llenó
el Senado de hombres provenientes de las provincias, o sea de lo que para Roma
era “el campo”, las afueras, lo no-urbano. Y estos imaginarios son tan
poderosos y generadores de ideología, que aún hoy se mantienen con buena
salud... Como hoy día los barrios son casi tan cosmopolitas como el Centro su
mitología ha decaído, pero todavía hay quienes suponen que las provincias, o
“el campo” son una especie de reserva moral de la Nación.
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Imagen: "Milongueando", grabado de Susana Delgado, 1996.