(De Javier Carri)
Una fotonovela a cargo de la empresa empapela los andenes, un joven afina la
guitarra antes de comenzar la jornada laboral y al abrirse las puertas de uno
de los vagones del subte se puede observar un cuarteto efectuar una rutina de
música ciudadana. La estación parece respirar arte y hasta el momento si bien
sorprende la oferta, nada parece escapar a lo habitual.
Mientras permanezco sentado esperando el tren que me traslade hasta Alem, un
hombre de poco menos de 60 años me deja una fotocopia sin siquiera detenerse,
repartiendo papeles. Es un escritor y está compartiendo su obra. Si bien eso
parecía cotidiano, el poema no lo era. El contenido tenía una carga emocional
altísima, y lo que apoderaba de maravilloso lo poseía de aterrador. Después de
leerlo dos veces le pedí a la señora que estaba a mi lado si me permitía el
escrito que el hombre le había entregado. El segundo poema era aun más
extraordinario y sombrío que el anterior. No podía asegurar con certeza sobre
lo que estaba escribiendo el autor pero no cabía duda que el dolor y el
sufrimiento estaban muy presentes, excelentemente narrados, hasta el lector más
disperso del subterráneo podría sentir que lo que tenía en sus manos eran
palabras de padecimiento profundo.
Sin dudarlo me apuré para alcanzar a quien continuaba repartiendo poemas,
quería conocerlo y pretendía contar su historia. Apenas pude hablar con él y
proponerle unos minutos para una breve charla me respondió con una negativa sin
siquiera emitir sonido ni detenerse. Insistí, le confesé que me había conmovido
y que quería conocer algo más de él y de su vida, me interesaba escribir sobre
su trabajo pero la respuesta esta vez fue un rotundo "no". Pedí
disculpas por incomodarlo y me detuve justo debajo del cartel que indica el nombre
de la estación. Después de hacer la rutina de volver por sus poemas y recibir
alguna moneda de unos y la indiferencia de otros llegó nuevamente donde me
encontraba yo y por primera vez me miró a los ojos y sentenció que el profundo
dolor no tenía explicación, sólo consecuencias. Le propuse una breve charla
sobre el origen de la obra y la experiencia vivida que da como resultado la
carga emotiva y tan particular de sus poemas.
Los primeros minutos de nuestro casual encuentro
fue un decálogo de reglas, "firmo como Jorge y nada de grabaciones, ni
fotos, ni nombres y sólo respondo lo que creo suficiente". Acepté
rápidamente, me interesaba conocerlo y estaba claro que sus pautas no eran
negociables, se aceptaban o no había charla. Posados bajo el cartel que reza el
nombre del morocho más popular del barrio Jorge empezó contándome que hacia
mucho tiempo que caminaba los subtes, escribiendo y trabajando. "Desde
mediados de los 70 que soy un bajo tierra.."
me dijo sin dejar de mirarme. Con el transcurso de la charla confirmé lo que
presumía: militancia, clandestinidad, tortura, exilio y el resultado estaba en
el papel que entregaba a diario en las distintas líneas de subte.
La mayoría de mis preguntas le molestaban, supongo que
le molestaba cualquier pregunta y yo lo dejaba hablar sin interrumpir. No fue
necesario escuchar mucho para notar las secuelas de lo vivido, había tanto
dolor, no sólo en sus textos también en sus palabras, gestos. Insistió en que
quienes no pasaron por una experiencia como la suya jamás podrían comprender el
dolor y el sufrimiento con que cargaban aquellos que sí habían tenido la
lamentable experiencia del detenido por la dictadura. "El asesinato de
familiares y amigos, vivir clandestino y no sólo la propia tortura, no pasa una
sola noche donde no escuche los gritos de las torturas a los compañeros y las
violaciones a las compañeras", me dijo y con eso me dejó sin palabras.
Parafraseando a Cioran, Jorge agregó: "igual que la aparición del
crucificado dividió la historia en dos, esa experiencia dividió en dos mi
vida", después de algo así nada puede ser igual: ni soñar, ni llorar, ni
amar, ni reír de la misma forma.
Hablamos de los poemas, me contó que escribir fue más
bien la forma de trascender y no tanto de subsistir. Lo había hecho en el metro
madrileño, lo hacía en el subte porteño y de esa forma seguía escapando, oculto
porque "para mi nada cambió desde hace 30 años" me expresó en tono
bajo, como en secreto. Me conmovió cuando me contó que más de una vez un pasajero
que tuvo en sus manos un texto suyo no pudo contener las lágrimas y se le
acercó para decirle que él también padecía ese dolor perpetuo, "el texto
puede gustar o no, puede conmover o aterrar a los más sensibles pero sólo un bajo tierra siente en carne propia cada
palabra y vislumbra el texto en lo más profundo".
En el final de nuestra breve charla comprendí, que bajo tierra como él se definía no era lo que yo desde un comienzo
había dado por hecho, no era el retrato de su trabajo subterráneo y entonces le
pregunte cuál era la característica de esa denominación.
Tardó unos segundos en responder, intuyo
que no estaba buscando las palabras, simplemente meditaba si valía la pena
explicarlo. Entonces sin dejar de mirarme me dijo "estamos muertos, no
existe forma de vida después de algo así, no importa que físicamente estemos de
pie resistiendo ya que transitamos la vida enterrados como un bajo tierra".
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Imagen: Andén de la estación Carlos Gardel del Subte línea B (Foto metrovias.com)
Material tomado de la revista El Abasto, n° 75, abril 2006.