(De Enrique Espina Rawson)
Carlos Guido y Spano (1827-1918) fue durante muchísimos años
para la Argentina,
y primero y fundamentalmente para Buenos Aires, la encarnación misma de la
poesía.
Su misma vida, errante y aventurera, plagada de viajes y de
circunstancias azarosas, alimentaba su leyenda. Hijo del general Tomás Guido,
prócer de la
Independencia y confidente de San Martín, transcurrió gran
parte de su juventud en Brasil (su padre fue allí embajador de nuestro país
muchos años) y en Europa.
Su primer viaje al viejo mundo tuvo una causa dolorosa: su
hermano Daniel se encontraba enfermo en París. No tuvo ocasión de verlo;
falleció antes de su arribo, y debió ocuparse de los penosos trámites de la
repatriación de los restos.
Su vida juvenil tuvo ribetes azarosos, ya que participó activamente
en las convulsionadas reyertas políticas de la época, debiendo marchar al
exilio en más de una ocasión.
Ocupó distintos cargos de importancia en varios gobiernos,
subsecretario de Relaciones Exteriores, director del Archivo Nacional, etc., lo
que no le impidió asumir comprometidas posiciones políticas, como cuando,
durante el gobierno de Mitre se opuso firmemente a la guerra de la Triple Alianza.
De allí surgió “Nenia”, (“Llora, llora, urutaú/ en las ramas del yatay/ ya no existe el Paraguay/
donde nací como tú”…) poema recitado hasta la extenuación en los salones
porteños, a despecho que los críticos consignaran con inútil minucia que los
urutaúes no lloran, y que el yatay es un tipo de palma que no tiene ramas.
Durante la fiebre amarilla que asoló Buenos Aires en 1871,
Guido y Spano fue uno de los héroes que integró las comisiones de socorro en la
ciudad, afrontando sin desmayo las extenuantes y peligrosas tareas de asistir a
los enfermos, disponer desalojos y encargarse del transporte de cadáveres a la
recién inaugurada necrópolis de la Chacarita.
Pagó un alto precio por su solidaridad, ya que en la
epidemia falleció su esposa, una de las sobrinas del general Lavalle. Da
también prueba de su preocupación por el
sufrimiento de los indefensos, la concreción de una iniciativa suya plasmada en
la creación de la
Sociedad Protectora de Animales.
Esta benemérita entidad, era tomada en broma por los
periódicos, y sus integrantes, que luchaban contra los inhumanos castigos a los
caballos y denunciaban en la policía las riñas de gallos, eran ridiculizados
ante el público.
Pero por sobre todas las cosas, Carlos Guido y Spano –y estos
versos lo prueban por si solos– fue uno de los pocos poetas argentinos que
alcanzó la gloria del anonimato. No obstante, con o sin justicia, el grueso de
su obra sucumbió finalmente al paso del tiempo.
En sus últimos años gozó de una inmensa fama, quizás
acrecentada por el hecho que se recluyó hasta sus últimos días en su cama sin
padecer, aparentemente, ninguna enfermedad. En su dormitorio recibía las
delegaciones que concurrían a homenajearlo con medallas y pergaminos, y hasta
los alumnos de las escuelas porteñas se hacían presentes alrededor de su lecho,
como ante un monumento, para cantar el Himno y entregarle ramos de flores.
En fotografías de alguna celebración patria aparece con
imponente melena y barba blanca, como un Walt Whitman vernáculo, enfundado en
su blanco camisón, entre almohadones blancos y sábanas blancas, rodeado por
azorados niños de blancos delantales.
Buenos Aires recordó insistentemente por décadas, como una
especie de himno doméstico, el comienzo y final de sus “Trovas”, que encierran
en su jactancioso fatalismo, no lo que somos, por cierto, pero sí lo que alguna
vez fuimos:
“He nacido en Buenos
Aires/ no me importan los desaires/ con que me trate la suerte/ ¡Argentino
hasta la muerte/ he nacido en Buenos Aires”.
En todo el país colegios y bibliotecas recuerdan con
justicia su nombre.
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Imagen: Caricatura del poeta Carlos Guido y Spano aparecida en una revista de la época.
Material tomado del sitio: Fervor x Buenos Aires.