(De Roberto Mariani)
Entra. No repares en el sol que dejas en la calle. Él está
caído en la calle como una blanca mancha de cal. Está lamiendo ahora nuestra
vereda; esta tarde se irá enfrente. No repares en el sol. Tienes el domingo
para bebértelo todo y golosamente, como un vaso de rubia cerveza en una tarde
de calor. Hoy, deja el perezoso y contemplativo sol en la calle. Tú, entra. El
sol no es serio. Entra.
En la calle también está el viento. El viento que corre
jugando con fantasmas. Fantasma él también, pues no se ve con los ojos de la
cara, y se lo siente. El viento está jugando; ya corriendo una loca carrera por
en medio de la calle; ya golpeándose las sienes contra las paredes de las
casas; ya deshilándose en las copas de los árboles... f... f... f... f... El
viento es juguetón como un recental; esto no es serio. Tú entra.
Deja en la calle sol, viento, movimiento loco; tú, entra.
¿Qué podrías hacer en la calle? ¿No tienes vergüenza,
estúpido sentimental, regodearte con el sol como un anciano blanco, y
esqueletoso, y centenario? ¿No te humilla, en tu actual situación de muchacho
fornido, dejarte forrar por el viento como una hoja dentro de un remolino?
¡Y la lluvia! No te avergonzaré recordándote que los otros
días estuviste tres horas ¡tres horas!, contemplando tras la vidriera del café,
caer y caer y caer, monótonamente, estúpidamente, una larga, monótona y
estúpida lluvia. Entra, entra.
Entra; penetra en mi vientre, que no es oscuro, porque,
¡mira cuántos Osram flechan sus luminosos ojos de azufre encendido como pupilas
de gata! Penetra en mi carne, y estarás resguardado contra el sol que quema, el
viento que golpea, la lluvia que moja y el frío que enferma.
Entra; así tendrás la certeza –que dará paz a tu espíritu–
de obtener todos los días pan para tu boca y para la boca de tus pequeñuelos.
¡Tus pequeñuelos, tus hijos, los hijos de tu carne y de tu alma y de la carne y
del alma de la compañera que hace contigo el camino! Yo daré para ellos pan y
leche; no temas; mientras tú estés en mi seno, y no desgarres las prescripciones
que tú sabes, jamás faltará a tus pequeñuelos, ¡los pobres!, ni pan, ni leche,
para sus ávidas bocas. Entra; acuérdate de ellos; entra.
Además, cumplirás con tu deber. Tu deber. ¿Entiendes? El
trabajo no deshonra, sino que ennoblece. La Vida es un Deber. El hombre ha
nacido para trabajar.
Entra; urge trabajar. La vida moderna es complicada como una
madeja con la que estuvo jugando un gato joven. Entra; siempre hay trabajo
aquí.
No te aburrirás; al contrario, encontrarás con qué matizar
tu vida. (Además de que es tu Deber). Entra. Siéntate. Trabaja. Son cuatro
horas apenas. Cuatro horas. Pero, eso sí: nada de engañifas ni simulaciones ni
sofisticaciones. ¡A trabajar! Si tu labor es limpia, exacta y voluntariosa
–voluntariosa sobre todo–, los jefes te felicitarán. Tú estás sano; puedes
resistir estas cuatro horas. ¿Has visto cómo las has resistido? Ahora vete a
almorzar. Y vuelve a hora cabal, exacta, precisa, matemática. ¡Cuidado! Porque
si todos se atrasaran, se derrumbaría la disciplina, y sin disciplina no puede
existir nada serio. Otras cuatro horas al día. Nadie se muere trabajando ocho
horas diarias. Tú mismo, dime: ¿no has estado remando el domingo once o doce
horas, cansando los músculos en una labor con el agua que me abstengo de
calificar por el ningún remordimiento que se obtiene? ¿Ves tú? ¡Y con inminente
peligro de ahogarte! Yo sólo te exijo ocho horas. Y te pago, te visto, te doy
de comer. ¡No me lo agradezcas! Yo soy así.
Ahora vete contento. Has cumplido con tu Deber. Ve a tu
casa. No te detengas en el camino. Hay que ser serio, honesto, sin vicios. Y
vuelve mañana, y todos los días durante 25 años; durante los 9.125 días que
llegues a mí, yo te abriré mi seno de madre; después, si no te has muerto
tísico, te daré la jubilación.
Entonces, gozarás del sol, y al día siguiente te morirás.
¡Pero habrás cumplido con tu Deber!
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Imagen: Una de las ediciones del libro de Roberto Mariani: "Cuentos de la oficina".