(De Fernanda Ilgenfritz Silveira)
Hace cinco años vivo en Buenos Aires y ya
me agarró la nostalgia porteña. Extraño una ciudad que todavía existe porque
veo cómo la matan todos los días.
Creo que estaba en la avenida Corrientes
cuando decidí venir a vivir acá. Era la primera vez que pisaba suelo porteño y
me impresionó todo. Los teatros, las librerías, los cafés, la avenida más larga
del mundo, la cantidad de gente en la calle, la arquitectura que resistía al
tiempo. Fue la Buenos
Aires de la furia la que me convenció de quedarme, pero no
fue la que me hizo quedarme.
Buenos Aires tiene algo precioso y raro
para una metrópoli, la vida de barrio, que en Brasil jamás había conocido.
Aquí, por ahora, casi todos tenemos cerca un kiosco, una verdulería o un
supermercado chino. Esto nos puede parecer insignificante, pero que nos hacen
más fácil resolver las tareas cotidianas y nos deja tiempo libre para vivir.
Por ahora, hay cafés en las esquinas y mesitas en las calles para cuando
estamos cansados y queremos ver el tiempo y la gente pasar. Por ahora, Buenos
Aires tiene escala humana y nos da el sencillo derecho de mirar al horizonte.
Yo vengo de Porto Alegre, una ciudad del
sur de Brasil, donde eso no es posible. Los barrios son puramente
residenciales, llenos de edificios sin personalidad como los que surgen todos
los días en Palermo, Colegiales y Chacarita. No se ve el cielo y hay que subir
muchos pisos para llegar a sentir el sol. En invierno las veredas son pura
sombra y, aunque hubiera un café en la esquina, no te darían ganas de salir. En
cualquier época del año, después de las ocho de la noche sólo ves gente en
auto, porque para ir al chino, al kiosco, o a la verdulería tenés que viajar.
Se camina menos, no se conoce a los vecinos
ni de verlos pasear al perro, hay más gente y menos interacción. No hablás con
la dueña de la farmacia, porque no quedó una farmacia atendida por la dueña,
vas en auto a Farmacity. Los edificios no dan espacio al pequeño comercio,
suman en basura, ruido e inseguridad, complican la vida de la gente y matan la
vida de barrio.
Pero en Porto Alegre, si nos queda un
solo PH como los que acá tiran abajo todos los días, lo protegemos. Y lo
hacemos porque conocemos la frialdad y la inutilidad de una ciudad llena de
rascacielos.
Progresar no es demoler. Es en primer
lugar valorar lo que se tiene, cuidarlo y cambiar lo que no sirve. Por ahí no
todas esas casitas que desaparecen todos los días en Buenos Aires tienen valor
arquitectónico, aunque sean mucho más lindas que las cajas de ahorro con
ventanas que se construyen deliberadamente. Pero tienen un gran valor
urbanístico, que tal vez sólo sea reconocido cuando ya no esté.
Lo que se demuele en Buenos Aires todos
los días es precisamente su qué sé yo.
______
Imagen: Torres en Puerto Madero.
Nota levantada del periódico “Página