(De Héctor González)
Los primeros destellos de recuerdos me vienen desde el 47. Tengo grabados en la memoria tres quioscos que me vienen de ese tiempo: el que estaba sobre la vereda de San Juan que mira al sur, casi esquina Boedo, pegadito al Nuevo Banco Italiano, el después Banco de Crédito Argentino y hoy Banco Francés (que no es de los franceses sino de los gallegos. Cosas de la globalización.) Voy casi corriendo hasta allí a entregar un recado que alguien me ha dado. No compro en ningún quiosco porque tengo el mío. Antes de cruzar miro hacia ambos lados: Boedo es de doble mano y van y vienen los tranvías. Cuando regreso paso frente al teatro “Boedo”, a la “Munich ”, a la casa “Tuyó”, a la zapatería “Nosotros”, y en la esquina del café “Río de Oro”, en Carlos Calvo, vuelvo a mirar hacia ambos lados porque doblan los tranvías 76 y 48. Cruzo justo frente a “Salemi”, rumbeo rapidito hacia Colombres y alcanzo la cortada. Ya estoy en casa. Eran cuadrados, sin ángulos, con esquinas convexas. El otro estaba en la vereda impar de Boedo, casi esquina Carlos Calvo, enfrentando a la farmacia “La Europea”. Ahí no más, cerquita al “Select Boedo” del mallorquín Quetglas. Los martes día de damas. Justo al lado del café “El Japonés”. Ya con los largos cuántas horas a tres bandas, con lujos. Prohibido tirar masse. Todaro, el Torta, Luchini, Luis, Resnick. Amigos unos; otros, por ser mayores: amigos y consejeros. El pase inglés después de las tres de la mañana. Pero eso mucho más adelante (cuando estaban los “viejos japoneses” no pasaba). La gente comía en el centro pero el café lo tomaban aquí. Se fue Inoue, su socio; se fue el café y se llevaron la fórmula del feca de filtro con espuma. El otro –para mí el más querido– estaba casi esquina Independencia, también en la cuadra de los números impares de Boedo, a pocos metros de la “Pitman ” que estaba en los altos de la librería y papelería “Peuser”, donde se halla el Banco Supervielle. Ese era el quiosco de mi viejo (que no vivía ahí con toda su familia, como dijo hace poco una escritora evidentemente mal informada en una nota en el diario Clarín. En fin, deslices de las frondosidades de la imaginación). Como mi padre no cerraba sino hasta muy tarde le pasaba la posta al fiel Victorino que era del mismo pueblo de Galicia: Nogueira. Victorino sobrellevaba los ronquidos de su asma fumando cigarrillos medicinales del Doctor Andreu entre marquillas de Commander, Clifton, American Club, Piloto, y los negros más humildes: Tecla o Gavilán. Tampoco faltaban los toscanos Avanti o Reggia Italiana que hacían las delicias de los tanos inmigrantes que aún luchaban con el castellano. Por ahí caía uno que pedía Chesterfield o Pall Mall, que cuando lo prendían aromaba toda la cuadra. Y también estaban mis delicias: caramelos Media Hora, Misky, chocolatines Godet, pastillas Renomé y cuanto pudiera imaginar. Por eso dije que yo no compraba en ningún quisco. ¿Para qué? Aquí lo tenía todo. Y además: ¿con qué? Y con alguna golosina regreso a casa. Mientras lengüeteo un chupetín paso frente a “La Martona”; el “Dante”, donde a veces recala Julián Centeya y donde para la “barra de la goma” de San Lorenzo. La pizzería de don Tranquilo, que cuando los Santos ganan, el domingo por la noche nos dan una porción gratis de mozzarella. La peluquería “Los Veinte Oficiales”, llena de asientos, y donde hay que pedir hora para un pelo y barba; y la amplia entrada del cine “Los Andes”, con toda su magia en continuado, y donde si mañana no hay cole, seguro vengo. Por Estados Unidos no hay tanto tránsito y cruzo confiado. Paso frente al “Gran Boedo” donde se fundó el Boedo Billar Club y donde Carreras y los hermanos Navarra hacen maravillas con el taco. Supero el frente donde estuvo la imprenta de Rañó, y la vidriera de la pequeña armería junto al viejo “Trianón”, que tiene una ventana en la ochava de San Ignacio, que todos se disputan. Pego la vuelta hacia la cortada, apurado, porque tengo que lavarme las rodillas para ir al colegio. Y cuando llegan las vacaciones el viejo me deja estar junto a él en el quiosco. Ahora tengo plena conciencia de la alegría que eso significaba. Me fascinaban los billetes de lotería con sus distintos colores y todos esos números. Y había tanta venta que se reservaban. El número de la concesión era el 1617.
Cuando mi padre vino de España, indocumentado, se fue al campo a levantar las cosechas; quiso algo más y se largó para la capital. Recaló en este barrio y aquí puso su primer quiosco, que entonces eran de chapa, redondos, y cuya cupulita remataba en una bola que sostenía una pequeña lanza. “Si compra dos atados le regalamos una caja de fósforos”, Los que tiene “gomita”, o los de cera. Pavada de oferta. Es el tiempo de Rugilo, el león de Wembley. Farro, Pontoni, Martino es la trilogía imbatible. ¡Por favor! Paran en el “Dante”. Hoy me pregunto cuánto valdrían.
Cargando sobre sus espaldas catorce horas diarias de trabajo (“Que si lo comparás con el campo no es nada”, según él) no tenía tiempo para romances pasajeros. Así que fue a lo serio. La tarde que una sirvienta que trabajaba muy cerca de allí se acercó al quiosco a comprar una estampilla, que entonces se vendían en todos lados y que el viejo las tenía en una cajita al lado de las revistas Patoruzú, Tit-Bits, Mundo Argentino, El campeón, Para Ti... El diálogo: “¿La estampilla es para escribirle a su novio?”, preguntó solemne pero con aire de conquistador, González. “No, señor; es para mi familia en España”, responde la frágil galleguita. “Yo no tengo novio”, remató. El la miró: delgada, esbelta, femenina, dulce. “Muy inocente”, pensó, pero le dijo: “Entonces espero tener el gusto de invitarla a tomar algo cuando usted pueda. Yo también soy soltero”. Y fin. Un día del 36 se casaron y se fueron a vivir a la cortada de San Ignacio. La cortada termina contra el frente de la Casa Balear. En esta callecita está la escuela de las hermanas Maidana, la casa del negro de La Perra, la de Horacio Salgan , la de Pepe Arias. Los aires de milonga cuando hay baile en “la Balear”. Las glicinas. La mejor canchita del barrio por su empedrado parejo. Nadie nos gana. Quiero decir: al CASI, o sea Club Atlético San Ignacio. Chan se conoce todos los piques. El Pocho al arco, defendiendo el Petaca y el gallego Amor; después Nenín, el hijo del quiosquero de Carlos Calvo; el tano Pancho, el flaco Aguja, los hermanos Barrios, el ruso Pedro, Monti, Bartolini y pará que ya estamos todos. En el próximo juegan García, Pasante, Miguelito y los demás. Tenemos como doscientos socios con carné de cuero y todo. Dale, saquen del medio de una vez antes que mi vieja me llame a tomar la leche. Después llegó el tiempo de darle una mano en el quiosco y allí me fui enterando de la historia viva del barrio. Detalles y pormenores, trágicos y risueños. Vivir que le dicen. Cuando alguna muchacha venía a comprar una revista y estaba como para mirarla, me quedaba embobado. Entonces el viejo preguntaba: “¿A usted le gustan las mujeres?” “Y... papá... ¡cómo no me van a gustar!”. “Entonces trate de ser hombre, sólo los hombres se casan con mujeres. Solamente una mujer puede hacerlo feliz. Si se casa con una mina, usted no es nada más que un tipo. Luche, no se equivoque”. Y la dejaba picando mientras atendía a un cliente. Así era el viejo, te la decía sin anestesia, cosa de que uno se fuera acostumbrando. El día que cayó fue porque lo vencieron los fríos de tantas cosechas sin identidad, tal vez la añoranza del terruño que seguiría siendo el mismo pero que había quedado definitivamente muy lejano. ¿Cayó? En una de esas estoy equivocado. No cayó: dijo basta porque supuso que ya era suficiente. Y se fue.
A veces paso por el quiosco que no está –porque ahora es otro– pero que para mí sigue estando: lo veo y me veo. El, extendiendo una mano que busca lo que un invisible transeúnte le solicita; yo, eligiendo una golosina sin decidirme por ninguna... Que en cuatro metros cuadrados se haya generado tanta vida, a veces me parece que es cosa de no creer.
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Foto: Esquina de Boedo y Carlos Calvo en el 2004, donde se ven algunos de los negocios a los que hace referencia el autor. (Foto rubderoliv).