17 may 2012

Manuel Gleizer: el último de los editores románticos


 (De Ana Ojeda Bär)

“Los editores son mártires. Cuántas veces le dije yo a Gleizer que si hubiera puesto una fábrica de impermeables, de betún o de caramelos, con la energía gastada, con la inteligencia derrochada, con el trabajo dilapidado en su editorial, sería a estas horas casi millonario.”
Esto opinaba el poeta Nicolás Olivari en octubre de 1929 acerca de la quijotesca empresa que marcó el derrotero de la literatura argentina de los años veinte. Para ese entonces, la editorial –que vino al mundo con el libro de semblanzas Cómo los vi yo, de Joaquín de Vedia– ya tenía siete años y había publicado, entre muchos otros, a Borges, Macedonio Fernández, Fijman, los hermanos González Tuñón, Gálvez, Lugones, Mallea, Olivari, Payró y Scalabrini Ortiz.
Manuel Gleizer llegó a la Argentina hacia fines de 1900 o principios de 1901, proveniente de un pequeño pueblo llamado Ataki, en Kisenief, actual Moldova (en ese entonces, Rusia). Allí había nacido, el 5 de junio de 1889, sobre la orilla derecha del río Dniester. Junto con sus cuatro hermanos (Marcos, Golde, Fishel y Samuel) y su madre, Raquel Groisman de Gleizer, hizo el viaje hacia la que sería su patria adoptiva. Se radicaron en una colonia agrícola de Entre Ríos, donde Manuel fue peón de campo. “Los judíos que llegaban estaban contratados para trabajar para otro –cuenta Julio Rudman, uno de sus nietos–. Sin embargo, hubo intentos aislados de cooperativizar el esfuerzo. En general, el proceso de asimilación fue muy pronunciado. En efecto, el escritor Alberto Gerchunoff, él mismo de origen ruso, retrató el mundo de la judería criolla en Los gauchos judíos.
La vida de campo, sin embargo, no era lo que el destino le tenía reservado a Manuel, que en 1918, con 29 años, recaló en el barrio de Villa Crespo.

VILLA CRESPO, BARRIO REO
Barrio con prosapia literaria equiparable con la de Palermo o Boedo, cantado, entre otros, por Enrique González Tuñón, Leopoldo Marechal y Alberto Vacarezza, Villa Crespo debe su nombre al apellido del intendente municipal Dr. Antonio F. Crespo, padrino de la instalación de una curtiembre. Como el negocio fue muy auspicioso, los fabricantes de calzado comenzaron a llamar el lugar, precisamente, Villa Crespo.
La “República de Villa Crespo” fue fundada el 14 de febrero de 1935, pero recién en 1972 se dieron a conocer sus límites exactos: vías del Ferrocarril General San Martín, avenida Dorrego, avenida Warnes, Paysandú, avenida San Martín, avenida Ángel Gallardo, Estado de Israel y avenida Córdoba. El Villa Crespo que conoció Gleizer, sin embargo, tenía el arroyo Maldonado como límite. Este era una de las fronteras naturales de la ciudad, antes de que se incorporaran los entonces pueblos de Belgrano y Flores. El arroyo, depósito de desperdicios, oficiaba de desagüe de terrenos que ocupaban una gran superficie. Cuando llovía, se transformaba en una enorme laguna de agua sucia. Por ello, a pesar de que era pintoresco, resultaba peligroso por sus desbordes, circunstancia que además restaba valor a los terrenos adyacentes. En 1929, las autoridades decidieron entubarlo, obra que requirió alrededor de 10 años de trabajo. Ya en 1936, sin embargo, se construyó sobre él una amplia calle, primero de tierra: la actual Juan B. Justo. Bajo ésta corre entubado el arroyo, y en su trayecto por la ciudad cruza los barrios de Liniers, Villa Luro, Vélez Sarsfield, Santa Rita, Villa General Mitre, Villa Crespo y Palermo.
Fue allí, entonces, donde hacia 1918 Manuel Gleizer abrió un negocio de venta de billetes de lotería. Sus clientes, se podría sospechar, eran los habitantes del barrio, en su mayoría inmigrantes españoles, italianos y judíos, mezclados algunos de ellos con árabes o con criollos. Y de éstos, seguramente más de uno viviría en el primer conventillo del barrio, edificado por la Fábrica Nacional de Calzados, fundada el 3 de junio de 1888. Construido con cuartos y cocinas de madera, cobijaba a los obreros, y se convirtió en el símbolo más característico de Villa Crespo. Llamado Conventillo Nacional, o La Paloma, tenía 112 habitaciones y fue inspirador de grandes sainetes.
Víctor García Costa, director del Centro Informatizado de Documentación para la Investigación Histórica, Económica y Social (Cidihes), reconstruyó el azaroso comienzo de Gleizer como librero: “Gleizer tenía un local en la antigua calle Triunvirato 556 (hoy Corrientes al 5200). Allí puso un negocio de venta de billetes de lotería, pero tuvo la mala suerte de que le quedaran sin vender unos enteros que no pudo devolver. Debió afrontar el pago de unos 300 pesos, que en ese tiempo era una fortuna. Para saldar la deuda, llevó de su casa 230 libros de la Biblioteca Blanca de Sempere y les puso un cartelito que decía: ‘0,40 el ejemplar’. Los vendió enseguida. Al día siguiente, repitió la operación, pero al revés: puso un cartelito que rezaba ‘Compro libros’. Así se convirtió en un librero de viejo”.
Luego de tres años de compraventa de libros, Gleizer se trasladó a una casa que quedaba enfrente, en Triunvirato 537, donde abrió por primera vez sus puertas la librería “La Cultura”.

GLEIZER, EDITOR
“La Cultura” pronto se convirtió en un punto de encuentro para los escritores de la época. Arturo Cancela, Raúl Scalabrini Ortiz, Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal, César Tiempo, Leopoldo Lugones, Nicolás Olivari, los hermanos González Tuñón, Samuel Eichelbaum, son algunos de los que frecuentaban el lugar. Muchos de ellos, además de aprovechar los aires de peña intelectual que tenía la librería, pasaban a la casa de Gleizer, que quedaba al lado, y compartían la vida familiar del librero junto a su esposa, Manuela Dayenoff, y sus cuatro hijos: Dora, Meier, Jovita y Hugo.
En 1922, Gleizer editó su primer libro, por el cual le abonó al autor 450 pesos de ese entonces (equivalentes al 10% del precio de tapa del total de la tirada), en concepto de derechos de autor. Para hacerlo, pidió un préstamo bancario. Cómo los vi yo costó 2,5 pesos para el público y tuvo una tirada excepcional de 1.800 ejemplares.
La labor editorial de Gleizer se organizó, a partir de ese momento, en tres colecciones: una de temas judíos, otra de actualidad política y una tercera de contenidos generales. A las tres las identificó un sello en blanco y negro (o en blanco y color, según el libro), creado por el pintor José Bonomi. Era un perfil de Dante al que se le superponían rasgos faciales de doña Manuela. No obstante, fue la última de las colecciones la que pasó a la historia. En ella pronto aparecieron El idioma de los argentinos, de Borges; Molino rojo, de Fijman; No todo es vigilia la de los ojos abiertos, de Macedonio; El violín del diablo, de Raúl González Tuñón; Los aguiluchos, de Marechal; La musa de la mala pata, de Olivari; El hombre que está solo y espera, de Scalabrini Ortiz, y tantos más.
Los libros de Gleizer se imprimían a la vuelta del Arsenal de Guerra, en la calle Entre Ríos 1583/1585, donde desde 1910 se encontraba ubicada la librería e imprenta de los hermanos Porter, El Invencible. Así lo recuerda César Tiempo, hijo de la única mujer entre los Porter. Según él, una vez que Enrique González Tuñón hizo moda con sus notas periodísticas en el diario Crítica, de Natalio Botana, “inmediatamente apareció Manuel Gleizer, ubicuo y puntual como un nuevo San Antonio de Padua, y promovió al escritor sin libro a la notoriedad literaria”. Éste, entiende García Costa, es uno de los aspectos que hay que destacar de la labor de Gleizer: “Antes de Gleizer, de Jacobo Samet, de Glusberg, de Antonio Zamora, en la Argentina no existía la figura del editor. Había imprentas y había libreros. Unos y otros hacían de vez en cuando de editores, pero en realidad no lo eran. Los autores que se lo podían permitir, como Palacios, Justo, publicaban en Europa, en Francia, sobre todo en España. Y los que no, iban a un imprentero y hacían una edición de autor”.
La importancia de la figura de Gleizer radicó en que puso en marcha uno de los primeros emprendimientos editoriales argentinos. Para García Costa, como don Manuel no era un entendido, se lanzó a publicar lo que le llegaba a las manos, sin hacer mayores distinciones. Esto explicaría, por ejemplo, que en su catálogo El idioma de los argentinos, de Borges, figurara junto a Electrocardiografía y poligrafía clínicas, del Dr. Guillermo Bosco.
Con el tiempo, la editorial Gleizer terminó siendo identificada como aquella que apostaba a los autores jóvenes, promesas en ciernes de la literatura argentina. Gleizer publicaba a los que eran inéditos, a los desconocidos. Así, muchas de las primeras ediciones de escritores que luego adquirirían renombre nacional (y a veces también internacional) llevan su sello editorial.
Sin experiencia técnica previa y sin dinero, Gleizer editó a autores argentinos que hizo conocer tanto en el país como en el extranjero. Sus libros solían costar entre 50 centavos y 3,50 pesos de ese entonces. Las tiradas oscilaban, pero en general iban de 300 a 500 ejemplares. Había, por supuesto, excepciones. Una fue El hombre que está solo y espera, de Raúl Scalabrini Ortiz, del cual se hicieron 3.000 ejemplares. Corría 1931 y fue un éxito, tanto de crítica como de ventas.

UNA EMPRESA DIGNA DE RECUERDO
Manuel Gleizer llegó a publicar cerca de 300 títulos. Con su editorial aportó su granito de arena para que la profesionalización del escritor –que ya era constatable alrededor de 1910– terminara de afianzarse. “Si bien no solía pagar las ediciones, hay testimonios, más de uno, de la ayuda financiera a los autores. Por ejemplo, Manuel Gálvez lo cuenta en sus memorias”, asegura Julio Rudman, su nieto. Además, la editorial también organizaba certámenes literarios de los cuales surgían nuevos autores. “Hubo una relación muy linda, muy cálida, con Manuel Gleizer –recuerda Nélida Rodríguez Márquez de Tuñón, viuda de Raúl González Tuñón–. Al principio, quien tenía relación con Gleizer era el hermano mayor de Raúl, Enrique. En 1926, él le llevó a don Manuel los originales de El violín del diablo, de Raúl, para un certamen de poesía que organizaba la editorial. No sólo salió premiado el libro, sino que la tapa terminó ilustrándola un gran pintor tucumano, amigo de Enrique, llamado Thibon de Libian”
Durante más de diez años, Gleizer mantuvo la editorial y la librería en forma simultánea. En 1932 mudó la librería de la calle Triunvirato a la avenida. Santa Fe, y luego, en 1935, se fue a Beruti 3476, a una casa sin acceso directo desde la calle. “Eso marcó el ocaso de la librería –asegura García Costa–, que durante algunos años siguió adelante con la compra de los saldos de ediciones de autores argentinos y su provisión a la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares.”
En 1956, Gleizer reeditó la primera obra publicada por su sello, Cómo los vi yo, y al año siguiente alcanzó a sacar a la luz Violín y otras cuestiones, primer poemario de Juan Gelman, que fue reeditado por Seix Barral en su versión original. Sin embargo, los tiempos habían cambiado y “la editorial se fue apagando sola. Gleizer ya estaba viejo”, sostiene García Costa.
Manuel Gleizer, impulsor tal vez sin quererlo de las letras argentinas, murió el 3 de marzo de 1966.
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Imagen: Foto de Manuel Gleizer.
La nota y la ilustración fueron tomadas de la revista del diario La Nación (2 / 4 /2006).