(De Andrés M. Carretero)
Contrariando la opinión general, la vida en la época
colonial en Buenos Aires y su campaña, no fue fácil ni barata.
Una casa de tres habitaciones, dependencias para el servicio
y tres patios, ubicada en el barrio de Santo Domingo, no se podía alquilar por
menos de cuatro mil quinientos a cinco mil pesos, dependiendo de la calidad de
los materiales empleados y si tenía terraza.
El amoblamiento de la misma superaba los dos mil quinientos
y se acercaba mucho a los tres mil, o algo más si los muebles eran de jacarandá
o nogal fabricados en España o Francia y traídos por encargo.
Los cortinados, fundas de los muebles, espejos, almohadones
y otros complementos representaban como mínimo los quinientos pesos,
dependiendo de los géneros usados, pues había diferencias apreciables entre el
damasco, la seda y el algodón posibles de utilizar en ellos.
En lo referente a las comida y la bebida, los gastos anuales
eran tolerables, dado que el alimento básico era la carne, tanto vacuna, como
ovina o porcina, a la que se agregaban los animales domésticos, las aves de
corral, o los salvajes de la fauna menor. Pero en promedio se necesitaba, para
una familia que podemos llamar tipo de la época, de cinco personas y otros
tantos sirvientes, no menos de 8 o 10 pesos diarios, que eran entre 250 y 300
mensuales, o sea unos 1.100 al año.
Aunque parezca excesivo este gasto en comida y bebida, debe
considerarse que el personal de servicio no
cuidaba los utensilios utilizados y buena parte de los elementos usados
eran tirados a la basura o dados a los perros y gatos de la casa o a los
limosneros que a diario hacían su recorrido por el polo urbano de la ciudad.
Respecto a estos mendicantes, hay relatos que indican a
varios de ellos con sitios reservados en la Plaza Mayor, donde se dirigían,
junto a su o sus perros, cuando habían logrado la cantidad de comida
apetecida y, tirados en el suelo, daban
entre todos cuenta de lo recogido.
Respecto a los gastos de comida y bebidas, existía la
recomendación de tener como plato principal, carne de vaca hervida, no asada,
acompañada con mate o agua.
Una estimación promedio del costo de la batería de cocina
era de cien pesos o algo más, siempre que predominaran las piezas de cobre,
pues si se preferían las de plata, esa cantidad se multiplicaba por cuatro.
La cantidad de ropa blanca para las camas, como las toallas,
insumía al año una suma estimada en cien pesos.
Un gasto nunca ajustado y siempre cambiante fue el
correspondiente al calzado de las mujeres mayores, pues además de hacerse en cada
casa los zapatos, para ahorrar una buena suma, esa confección casera resultaba
ajustada al gusto estético de quien los llevaría, pero deficiente, y por ello,
al año cada mujer necesitaba renovar el calzado entre cuatro y cinco veces.
A ello había que agregar que cada dueña de casa, como sus
hijas en edad de casarse, necesitaban por lo menos tres tipos de calzado. Uno
para entre casa, otro para salir de visita o compras y un tercero para las
reuniones sociales, donde se bailaba.
Un gasto que era incontrolable e imposible de evitar era el
ocasionado por el mal trato que los esclavos del servicio doméstico daban al menaje que no era metálico. Hay
muchos inventarios de bienes que indican ese menaje como averiado en mayor o
menor proporción y son muchos los juegos de tazas, platos, copas o vasos
incompletos o desportillados. Muchas de las piezas metálicas –bronce, hierro o
plata–, presentaban abolladuras y hasta rajaduras que afeaban el aspecto o
imposibilitaban el uso. No eran raros en los inventarios los asideros o mangos
defectuosos y hasta faltantes.
La cantidad de personal doméstico variaba de casa en casa,
pero para la familia tipo mencionada, no era menos de cinco. El precio promedio
de cada uno de ellos era de entre 200 y 300 pesos, dependiendo de la edad,
tiempo de estada en la ciudad y habilidades. Su distribución en las tareas de
la casa era más o menos fija. Este personal se componía de un cocinero para
hacer las compras en el mercado y distribuir el menú diario en forma armónica y
dentro del presupuesto disponible; una persona para acarrear el agua necesaria
en la cocina y para fregar los
utensilios usados; una tercera para paje y lacayo, que acompañaba a la señora
de la casa al templo, a recorrer tiendas y a hacer las compras y que se ocupaba
de la limpieza de los niños; una cuarta persona era quien hacía de cochero y en
los ratos libres se ocupaba de la limpieza de la casa y demás menesteres
interiores.
En las familias pudientes, a este plantel básico se agregaba
la negra de cría, así llamada por ser quien amamantaba a los niños pequeños y
ayudaba a la señora en la intimidad de su alcoba. Todo ese personal doméstico
de origen esclavo estaba supervisado por el mayordomo blanco que los controlaba
y corregía, evitando roturas y robos.
Como no había profesionales en ese entonces para este último
trabajo, se lo agregaba con una asignación anual y un lugar para vivir. A pesar
de estas ventajas, hubo quienes lograron ubicarse en el seno de familias importantes
para desaparecer al poco tiempo con dinero, alhajas o ropas, como consta en el
archivo de Tribunales.
Otro gasto que significaba preocupación era la limpieza y
conservación de las prendas, pues además del lavado era necesario almidonarlas,
especialmente las enaguas y los delantales, para cuando se recibían visitas, La ropa de uso personal y la de cama
e higiene, se deterioraba bastante, por el método utilizado para lavarla, ya
que los jabones usados estaban fabricados en base a lejías que debilitaban,
cuando no carcomían, las fibras de los tejidos, junto con el apaleamiento
complementario, que se hacía en las toscas del río, para sacar de ellas los
excesos de jabón.
En general esa sociedad colonial puede ser considerada como
austera, salvo cuatro vicios. Uno de ellos era el abanico, prenda
imprescindible para una mujer que apreciaba la elegancia y la sofisticación
sociales. Otro correspondía a los hombres y era el uso de relojes de bolsillo,
también considerados esenciales, para completar el vestir masculino en todas
las actividades diarias. Un tercero de hombres y mujeres, y consistió en el consumo de tabaco
y rapé. Este último se decía que estaba reservado para las personas de estudio
y se le atribuían propiedades para aclarar los pensamientos y tener la cabeza
clara. El cuarto defecto o vicio fue el de la excesiva limosna, cuando superaba
las realidades fácticas de quien la prodigaba. Hubo familias que hicieron una
cuestión de honor de la cantidad de mendicantes que acudía a su puerta a diario para obtener comida, ropa,
calzado. Esa ayuda incluía a sacerdotes, sin distingo de órdenes.
Son muy raras las manifestaciones sobre mujeres dadas al
excesivo consumo de bebidas, pues ni aun entre las esclavas, manumitidas o
libertas ha quedado registro de sus nombres o costumbres.
Un rubro de poca repercusión en la sociedad de su tiempo es
el que corresponde a los gastos en bibliotecas y libros, posiblemente por el
elevado precio de ambas cosas.
De los inventarios, legajos y herencias posibles de
consultar, se desprende que las casas más lujosamente puestas, correspondían al
alto clero, especialmente en los rubros de muebles, ya que en ellas
predominaron los de jacarandá con patas torneadas de pie de cabra, colgaduras
de damasco y hasta mulas mansas con las consiguientes guarniciones adornadas
con penachos de seda.
Dado los cambios ocurridos en la economía argentina resulta
imposible hacer una estimación del valor adquisitivo de la moneda de aquel
entonces comparándola con la actual, pero es posible inferir que el presupuesto
de la familia tipo considerada, significó el equivalente de quince o más de las
familias de los sectores trabajadores.
______
Imagen: Señoras por la
mañana, litografía de H. Bacle.
Tomado de la revista Historias
de la Ciudad,
Nº 18, diciembre de 2002, Buenos Aires.