Delicada la memoria, aun si transitamos sus huellas más
livianas. Viñetas de la ferretería vieja, no se trata de pogroms en Rusia o en
Ucrania ni de compañeros desaparecidos en Argentina, ni... La memoria tiene
algo de cebolla, catáfilas sucesivas ocultando alguna historia en el centro del
bulbo, comenzamos a pelarla y surge un llanto cortando pieles adentro. Tendría que parar con estas
viñetas, Mario insiste, dale que ya tenés tus seguidores, mentira piadosa, me
hago el boludo. Una de las mejores cosas que aprendí en Boedo, es a hacerme el
boludo, no se imaginan cómo me sirvió en
Francia (y otras comarcas menos reputadas), hacerse el boludo no es una
boludez, insisto, es un arte, deberíamos
montar una academia internacional del boludeo, así como vienen a aprender los
primeros pasos del tango que vengan a aprender a boludear, sería una generosa
contribución para afrontar la crisis mundial que se viene, que ya está, que
hace olas, que puede… No señores, no me vengan con chicanas, dije para
afrontarla, no para resolverla, nadie resolverá nada, ni Dios, ni los Sefikill,
ni Messi, ni… vendrá la marejada, cuando bajen las aguas habrá que leer en la
arena si las algas revelaron algún secreto, por ahora barco a la deriva, acaban
de acordar, (9 de junio del año 2012), 100.000.000.000 de euros a la banca
española para..., como araña en celo pongo todos los huevitos, sí como
escucharon, cien mil millones de …
¡Siempre lo mismo Josecito! no sé cómo hay lectores que te
siguen, en cualquier momento sacás una lata de esmalte Apeles 1955 y la vendés
en internet como si fuera vino añejo. ¿Y el teléfono? Ya va Mario, ya va,
primero te cuento que me acabo de levantar de la siesta en Montpellier,
deambulando en el bulo como..., un zombi, eso, como un zombi, por si faltaba
algo perdí la bombilla, no la encuentro, claro, si la perdés ahí salís a la
calle y comprás otra, pero aquí no venden bombillas, es en esos pequeños
detalles que se concentra la densidad del universo, donde un individuo, una
partícula como yo, entra en órbita. Privado de mate me tiro nuevamente, pienso,
tal vez me parezca que pienso, inesperadamente surge el viejo teléfono,
compruebo que la siesta me dejó sin defensas, trato de asociar (como me enseñó
Ester) a ver si entiendo algo: tubo negro, ausencias, exilio..., teléfono.
Contar, transmitir, filosofar, desde la
ferretería vieja contemplar la evolución de un mundo, como desde una
colina apreciar matices de una ciudad atardecida. Un pequeño objeto resume una
época: celulares, tenedores, martillos, aldabas, vasijas de barro, piedras
afiladas, permiten leer épocas que se suceden hasta que un día dejen de
sucederse, porque..., porque el sol se enfriará inexorablemente..., pero eso es
otro capítulo.
El teléfono viejo era bello, formas y funciones en ejemplar
armonía generaban su propio lenguaje: colgar era colgar, el auricular en la
horquilla, el tubo para pegar un tubazo,
el disco para discar..., ahora se cuelgan las compus, difícil entender de donde
se cuelgan. En esa época, mediados del siglo veinte, en el barrio de Boedo de
la ciudad de Buenos Aires no abundaban los teléfonos, se pagaban por mes no por
llamada, segundos o pulsos; entonces a la clientela se lo prestábamos gratis,
cada época su marketing, ahora te dan puntos, en el súper, en la estación de
servicio, en la peluquería, cuando juntás los puntos requeridos los cambiás por
una banana con cierre relámpago, una remera Shell o una rapada de pelo,
nosotros prestábamos el teléfono.
La mayoría hablaba poco, sí doctor ¿a qué hora?, mire que
tiene treinta y nueve de fiebre, lo más rápido que pueda, sí, sí, entre Tarija
y Pavón, no, de la vereda de enfrente, sí, sí, al lado de la carbonería de Don
Santiago, lo espero, gracias doctor. No, el sábado no, si cae domingo hay que
festejarlo domingo, no, no, trae mala leche festejar los cumples antes, ¿no
pueden? bueno avisale a los viejos, no sé, lo dejamos para la semana que viene.
Decían lo que tenían que decir y cortaban, pero como siempre hay excepciones,
como siempre hay gente, hechos, dichos, que se fijan en las catáfilas de la
cebolla, dos personajes quedaron asociados al viejo teléfono. Osvaldo el
quinielero, él no cortaba nunca, como niño cantor de loterías de Navidad le
daba su ritmo, su melodía, a la magia de los números. Ahora percibo fibras
de poesía entre las metáforas apostadas.
A la cabeza: siete a la niña bonita, diez al caballo loco,
quince al cura, dieciocho al muerto que parla y veinte al jorobado. Negro, una
pregunta, vino Doña Rita, no, no, la que enviudó hace poco, la viejita que vive
al lado del colegio; no, el de Boedo y Rondeau, no importa escuchá: vino a
contarme toda alterada que soñó que se ahogaba, que en fondo del mar se
encontraba con el dorima, que le decía te lo tenés merecido y en eso llegaba un
pulpo gigante..., ponele veinte a la cabeza dijo para terminar, ¿a que número
Doña Rita?, el número ponelo vos que entendés de esto ¿A qué los ponemos Negro?
¿Al 17 o al 20?, qué se yo si es desgracia o fiesta, dale metele veinte al 20.
Ahora te canto a la cabeza, segunda y tercera: quince a los palitos, quince a
la niña bonita, veinte a la cana, veinte a la virgen, veinticinco a la
víbora... Recitaba las apuestas como una plegaria sin cambiar el saludo de
despedida, mostrando su fidelidad al puesto: hasta la próxima Negro, aquí
estoy, siempre en la brecha, cumpliendo. Osvaldo el quinielero me magnetizaba,
un hombre en clave surgido del mundo
mágico de las cifras.
El viejo teléfono estaba en la primera pieza, detrás del
local, parado sobre la mesita multipropósito que en las pausas me servía para
hacer los deberes o completar algún álbum de figuritas. Llegó el momento de
hablarles de la señora Moretti, ella no me magnetizaba, me trastornaba. Alta,
rubia, ojos claros, esbelta, con ese halo de perfume que la rodeaba siempre.
Por supuesto que me acuerdo del verdadero apellido, el pecado ya perimió,
probablemente también la bella señora,
pero un niño confidente no traiciona. ¿Me dejás un ratito?, así
comenzaba la ceremonia, me daba vuelta los sesos al pronunciar
¿Me dejás un ratito? con ese tono picoso dulzón que era mi recompensa,
ni siquiera una propina, me levantaba como un boludo, así se aprende, de niño,
entraba al local de la ferretería con la inocencia a cuestas. Un día Simón, el
empleado, me avivó, es casada Iósele, el marido es médico, debe andar muy
ocupado, acotaba sonriendo con ironía, como gozando por procuración de la
metida de cuernos. Ya con conocimiento de causa, trataba de escuchar las
conversaciones, me quedaba dando vueltas, iba a la segunda pieza a buscar
pintura, volvía al local, salía al patio a buscar gomalaca blanca, dejaba caer
un paquete de tornillos cerca del teléfono… peor, sólo captaba algunos susurros que terminaban de revolverme
los sesos.
Algo pasó aquel día, la señora Moretti se equivocó al colgar
el tubo, casi se cae al piso, quedó oscilando como péndulo marcando
oscilaciones de un destino, ella apoyada en la mesita no se movía, no importa
dije, le pasa a cualquiera, me di cuenta de que no escuchaba, me animé, me
acerqué un poco ¿le pasa algo señora?
¿le pasa algo?... quedé suspendido de mi pregunta, si no contestaba me
precipitaba al vacío… No, nene, nada, nada, dijo finalmente, me siento bien,
gracias.
Salió lentamente, sin mirarme, su perfume se fue con ella.
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Imagen: Teléfono candelabro.
La foto y la nota fueron tomadas del periódico Desde Boedo, Nº 120, julio, 2012.