18 jul 2012

El teléfono de antaño


(De José Muchnik)

Delicada la memoria, aun si transitamos sus huellas más livianas. Viñetas de la ferretería vieja, no se trata de pogroms en Rusia o en Ucrania ni de compañeros desaparecidos en Argentina, ni... La memoria tiene algo de cebolla, catáfilas sucesivas ocultando alguna historia en el centro del bulbo, comenzamos a pelarla y surge un llanto cortando pieles adentro. Tendría que parar con estas viñetas, Mario insiste, dale que ya tenés tus seguidores, mentira piadosa, me hago el boludo. Una de las mejores cosas que aprendí en Boedo, es a hacerme el boludo, no se imaginan cómo me sirvió en Francia (y otras comarcas menos reputadas), hacerse el boludo no es una boludez,  insisto, es un arte, deberíamos montar una academia internacional del boludeo, así como vienen a aprender los primeros pasos del tango que vengan a aprender a boludear, sería una generosa contribución para afrontar la crisis mundial que se viene, que ya está, que hace olas, que puede… No señores, no me vengan con chicanas, dije para afrontarla, no para resolverla, nadie resolverá nada, ni Dios, ni los Sefikill, ni Messi, ni… vendrá la marejada, cuando bajen las aguas habrá que leer en la arena si las algas revelaron algún secreto, por ahora barco a la deriva, acaban de acordar, (9 de junio del año 2012), 100.000.000.000 de euros a la banca española para..., como araña en celo pongo todos los huevitos, sí como escucharon, cien mil  millones de …
¡Siempre lo mismo Josecito! no sé cómo hay lectores que te siguen, en cualquier momento sacás una lata de esmalte Apeles 1955 y la vendés en internet como si fuera vino añejo. ¿Y el teléfono? Ya va Mario, ya va, primero te cuento que me acabo de levantar de la siesta en Montpellier, deambulando en el bulo como..., un zombi, eso, como un zombi, por si faltaba algo perdí la bombilla, no la encuentro, claro, si la perdés ahí salís a la calle y comprás otra, pero aquí no venden bombillas, es en esos pequeños detalles que se concentra la densidad del universo, donde un individuo, una partícula como yo, entra en órbita. Privado de mate me tiro nuevamente, pienso, tal vez me parezca que pienso, inesperadamente surge el viejo teléfono, compruebo que la siesta me dejó sin defensas, trato de asociar (como me enseñó Ester) a ver si entiendo algo: tubo negro, ausencias, exilio..., teléfono.
Contar, transmitir, filosofar, desde  la  ferretería vieja contemplar la evolución de un mundo, como desde una colina apreciar matices de una ciudad atardecida. Un pequeño objeto resume una época: celulares, tenedores, martillos, aldabas, vasijas de barro, piedras afiladas, permiten leer épocas que se suceden hasta que un día dejen de sucederse, porque..., porque el sol se enfriará inexorablemente..., pero eso es otro capítulo.
El teléfono viejo era bello, formas y funciones en ejemplar armonía generaban su propio lenguaje: colgar era colgar, el auricular en la horquilla, el tubo  para pegar un tubazo, el disco para discar..., ahora se cuelgan las compus, difícil entender de donde se cuelgan. En esa época, mediados del siglo veinte, en el barrio de Boedo de la ciudad de Buenos Aires no abundaban los teléfonos, se pagaban por mes no por llamada, segundos o pulsos; entonces a la clientela se lo prestábamos gratis, cada época su marketing, ahora te dan puntos, en el súper, en la estación de servicio, en la peluquería, cuando juntás los puntos requeridos los cambiás por una banana con cierre relámpago, una remera Shell o una rapada de pelo, nosotros prestábamos el teléfono.
La mayoría hablaba poco, sí doctor ¿a qué hora?, mire que tiene treinta y nueve de fiebre, lo más rápido que pueda, sí, sí, entre Tarija y Pavón, no, de la vereda de enfrente, sí, sí, al lado de la carbonería de Don Santiago, lo espero, gracias doctor. No, el sábado no, si cae domingo hay que festejarlo domingo, no, no, trae mala leche festejar los cumples antes, ¿no pueden? bueno avisale a los viejos, no sé, lo dejamos para la semana que viene. Decían lo que tenían que decir y cortaban, pero como siempre hay excepciones, como siempre hay gente, hechos, dichos, que se fijan en las catáfilas de la cebolla, dos personajes quedaron asociados al viejo teléfono. Osvaldo el quinielero, él no cortaba nunca, como niño cantor de loterías de Navidad le daba su ritmo, su melodía, a la magia de los números. Ahora percibo fibras de  poesía entre las metáforas apostadas.
A la cabeza: siete a la niña bonita, diez al caballo loco, quince al cura, dieciocho al muerto que parla y veinte al jorobado. Negro, una pregunta, vino Doña Rita, no, no, la que enviudó hace poco, la viejita que vive al lado del colegio; no, el de Boedo y Rondeau, no importa escuchá: vino a contarme toda alterada que soñó que se ahogaba, que en fondo del mar se encontraba con el dorima, que le decía te lo tenés merecido y en eso llegaba un pulpo gigante..., ponele veinte a la cabeza dijo para terminar, ¿a que número Doña Rita?, el número ponelo vos que entendés de esto ¿A qué los ponemos Negro? ¿Al 17 o al 20?, qué se yo si es desgracia o fiesta, dale metele veinte al 20. Ahora te canto a la cabeza, segunda y tercera: quince a los palitos, quince a la niña bonita, veinte a la cana, veinte a la virgen, veinticinco a la víbora... Recitaba las apuestas como una plegaria sin cambiar el saludo de despedida, mostrando su fidelidad al puesto: hasta la próxima Negro, aquí estoy, siempre en la brecha, cumpliendo. Osvaldo el quinielero me magnetizaba, un hombre en clave surgido del mundo  mágico de las cifras.
El viejo teléfono estaba en la primera pieza, detrás del local, parado sobre la mesita multipropósito que en las pausas me servía para hacer los deberes o completar algún álbum de figuritas. Llegó el momento de hablarles de la señora Moretti, ella no me magnetizaba, me trastornaba. Alta, rubia, ojos claros, esbelta, con ese halo de perfume que la rodeaba siempre. Por supuesto que me acuerdo del verdadero apellido, el pecado ya perimió, probablemente también la bella señora,  pero un niño confidente no traiciona. ¿Me dejás un ratito?, así comenzaba la ceremonia, me daba vuelta los sesos  al pronunciar  ¿Me dejás un ratito? con ese tono picoso dulzón que era mi recompensa, ni siquiera una propina, me levantaba como un boludo, así se aprende, de niño, entraba al local de la ferretería con la inocencia a cuestas. Un día Simón, el empleado, me avivó, es casada Iósele, el marido es médico, debe andar muy ocupado, acotaba sonriendo con ironía, como gozando por procuración de la metida de cuernos. Ya con conocimiento de causa, trataba de escuchar las conversaciones, me quedaba dando vueltas, iba a la segunda pieza a buscar pintura, volvía al local, salía al patio a buscar gomalaca blanca, dejaba caer un paquete de tornillos cerca del teléfono… peor, sólo captaba  algunos susurros que terminaban de revolverme los sesos.
Algo pasó aquel día, la señora Moretti se equivocó al colgar el tubo, casi se cae al piso, quedó oscilando como péndulo marcando oscilaciones de un destino, ella apoyada en la mesita no se movía, no importa dije, le pasa a cualquiera, me di cuenta de que no escuchaba, me animé, me acerqué un poco   ¿le pasa algo señora? ¿le pasa algo?... quedé suspendido de mi pregunta, si no contestaba me precipitaba al vacío… No, nene, nada, nada, dijo finalmente, me siento bien, gracias.
Salió lentamente, sin mirarme, su perfume se fue con ella.
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Imagen: Teléfono candelabro.
La foto y la nota fueron tomadas del periódico Desde Boedo, Nº 120, julio, 2012.