(De Ángel O. Prignano)
Desde el mismo momento en que la población mundial comenzó a reunirse en aldeas que luego devinieron en pueblos y ciudades, estuvo expuesta a distintas enfermedades infecciosas que periódicamente mermaba su número. Durante centenares de años tales morbos fueron atribuidos a distintas causas, desde "el castigo de dios" hasta las inmundicias que se amontonaban en aquellas concentraciones urbanas. De allí que se alternaran imploraciones divinas con medidas higiénicas. Todas las ciudades del mundo conocieron estas calamidades y hasta mediados del siglo pasado imperó cierto fatalismo que bloqueaba toda acción directa sobre esos males. Por ello, casi nadie se preocupaba seriamente en remediarlos.
La ciudad de Buenos Aires se vio afectada por las epidemias desde su misma fundación en 1580 –o poco tiempo después– y sus pobladores nunca atendieron las mínimas previsiones sanitarias que impidieran su propagación. Ya en 1600 varios Acuerdo del Cabildo recordaban "las muchas pestes que habían asolado la ciudad". Hagamos un recuento de estas pestes.
CALAMIDADES PORTEÑAS
En 1605 fue sacudida por una violenta epidemia de viruela y años después la fiebre tifoidea abatiría casi la mitad de la población: 700 muertos sobre 1.500 habitantes. Ambas enfermedades –con predominio de la viruela– volverían a aparecer dieciséis veces en 77 años, entre 1625 y 1802. La de 1720 debe señalarse como una de las más virulentas.
La viruela es una enfermedad infecciosa grave que se manifiesta con erupciones pustulosas que al secarse deja marcas en la piel. Si bien la vacuna antivariólica fue introducida en muestro medio en 1805, su difusión no fue intensiva sino hasta muchos años después. De allí que se continuara sufriendo esta enfermedad. Durante los 79 años transcurridos entre 1811 y 1890, por ejemplo, se repitió veintiuna veces, resultando particularmente feroces las aparecidas en 1811, 1818 y 1829.
La fiebre tifoidea es causada por la ingestión de alimentos contaminados con el bacilo de Eberth. Debemos diferenciarla del tifus, enfermedad con manifestaciones eruptivas de la piel seguido de un debilitamiento profundo del organismo provocada por un microbio transmitido por un piojo. En los registros oficiales, la diferenciación entre tifus y fiebre tifoidea se hizo a partir de 1739.
En 1717 estalló una gran epidemia que los estudiosos no han podido identificar. Pudo haber sido una combinación de varias enfermedades que se propagaron juntas: fiebre amarilla, escorbuto, tifus y viruela, como opinó Eliseo Cantón. De ser así, aquel año fue la primera vez que se presentó la fiebre amarilla en Buenos Aires. El microbio que ocasiona esta enfermedad es transmitido al hombre por la picadura de un mosquito, el aedes aegypti. Se manifiesta con altas temperaturas, desmejoramiento general del organismo y vómitos negruzcos. De allí que también fuera conocida como "el vómito negro". En La Habana había hecho estragos y no era improbable que algún barco en su paso por las Antillas antes de arribar a nuestras costas haya traído algunos de aquellos mosquitos a bordo. El escorbuto, muy común antiguamente entre los marinos, la padecían aquellos cuya alimentación era escasa en vitamina C y se presentaba con hemorragias, caída de piezas dentarias y problemas en las articulaciones.
Esta epidemia de 1717, que los científicos e historiadores aún no se ponen de acuerdo en clasificar, atacó a toda la ciudad y se caracterizó por su larga duración y la prolongada convalecencia que debieron soportar aquellos que sobrevivieron. Esto tiraría por tierra la teoría de Cantón en cuanto a la presencia de la fiebre amarilla, ya que el vector no puede subsistir en temperaturas invernales. Para Besio Moreno tampoco es aceptable lo del escorbuto, pues Buenos Aires "ya tenía 9.000 habitantes, era casi sesquicentenaria", y resultaba casi imposible que pudiera producir tales estragos. Por ello, el mencionado autor concluye en que habrían confluido solamente el tifus y la viruela.
En 1729 hizo su aparición el sarampión; por lo menos es la primera vez que se documenta sus consecuencias. Un lustro más tarde, en 1734, reapareció en sus formas malignas con complicaciones que ocasionaron un alto número de víctimas. Entre 1739 y 1895 (56 años) se repitió en veintiuna oportunidades. Es necesario aclarar que en aquellos tiempos no se hacía diferenciación entre el sarampión y la escarlatina, por lo que resulta imposible saber el grado de incidencia de cada una de ellas. La escarlatina, ya disociada del sarampión, atacó en nueve oportunidades en un lapso de cuarenta y ocho años, entre 1853 y 1901.
Otras veces la ciudad se vio azotada por fiebres eruptivas desconocidas. En 1757, año en que comenzaron a documentarse, Buenos Aires sufrió temporadas de precipitaciones copiosas y continuas. Hasta se dio el caso en que llovió ininterrumpidamente por más de treinta días. Es de imaginar, entonces, que la ciudad porteña se convirtió en un inmenso pantano donde pudieron difundirse tales enfermedades.
En 1800 hizo su debut la angina gangrenosa que se llevó muchas personas a la tumba y volvió a repetirse periódicamente hasta 1822. Y en 1810 hubo una gran epidemia de disentería que reapareció diez veces en años posteriores, entre 1812 y 1868, para desaparecer totalmente. Por otra parte, una epidemia de tétanos infantil acaecida en 1813 produjo numerosas víctimas fatales entre los más pequeños. Apuntemos, por último, que el cólera provocó 1.600 muertos en 1867 y volvió a presentarse en 1873.
EPIDEMIA DE FIEBRE AMARILLA DE 1871
Pero la estrella de todas las epidemias fue la de fiebre amarilla de 1871 que, a ciencia cierta, no se sabe cuando estalló. Algunos opinan que fue el 25 de diciembre del año anterior, mientras otros señalan al 6 de enero siguiente cuando fueron denunciados varios casos. Lo que sí se conoce con seguridad es que el 27 de enero cundió la alarma al morir tres personas por su causa, localizándose este foco inicial en la manzana de Bolívar, San Juan, Perú y Cochabamba. Entre el 27 de enero y el 31 de mayo fallecieron 13.725 personas. Así lo dicen los registros oficiales, aunque no debe descartarse un número mayor. Tal cantidad de muertos en tan corto tiempo obligó a utilizar trenes, tranvías y hasta carros de basura para trasladar cadáveres al cementerio o echarlos a una fosa común.
Como en aquellos años se ignoraba el origen de esta enfermedad, las autoridades sanitarias consideraron que debían tomarse algunas precauciones, principalmente con las basuras y detritos. De este modo todas las miradas se posaron sobre el Riachuelo, que fue injustamente responsabilizado de la epidemia. Colmado de buques amarrados y saladeros ribereños que echaban en él toda clase de desperdicios, el grado de contaminación alcanzado por sus aguas era ya alarmante. Entonces se propuso que corrieran dos lanchones que recogieran esas basuras y las llevaran a un sitio para incinerarlas.
Al mismo tiempo se ejecutaron intensas campañas de aseo de calles y "huecos" movilizándose a toda la población en ese sentido. Así fueron limpiados los zanjones de la parte Sur de la ciudad y el "de Matorras" al Norte, que se quiso eliminar de una vez por todas. No obstante esta lucha contra los posibles focos infecciosos, en los ocho años siguientes la enfermedad volvió seis veces, hacia 1879 en un brote importante.
De todo esto tenemos que, durante los primeros 300 años de vida de Buenos Aires, un centenar de epidemias de distintas características la atacaron, algunas muy severas y otras leves.
Ya en época más cercana a nuestros días y excediendo el límite temporal de esta comunicación, la población de Buenos Aires debió defenderse de dos nuevos ataques pestíferos. Una epidemia de poliomielitis hizo estragos en el verano de 1955/56, cuando poco y nada se sabía de esta enfermedad. Ello originó la reacción de los vecinos,
que por propia cuenta tomaron medidas higiénicas que presumían valederas para estos casos, como limpiar aguas estancadas, pintar cordones y troncos de árboles con cal, entre otras cosas. Los padres de familia creían proteger a sus hijos menores colocando en su pecho una bolsita con alcanfor, sea colgándola del cuello con un cordón o prendiéndola a la camiseta con un alfiler de gancho. Los vendedores ambulantes ofrecían el producto del alcanforero a toda hora: “alcanfor y naftalina”, voceaban por las calles de la ciudad. El gobierno, por su parte, suspendió las clases y se prohibieron las prácticas deportivas. Esta epidemia de polio provocó alrededor de 6.000 casos, principalmente entre la población de uno y quince años.
En 1992 hubo un rebrote de cólera que afectó no tanto a la ciudad de Buenos Aires como sí a otros puntos del país. Una más de las calamidades que debieron soportar los porteños a lo largo de su historia.
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Foto: Monumento a las víctimas de la fiebre amarilla en Buenos Aires en 1971 emplazado en la plaza Ameghino.