Resulta casi inevitable la comparación del jazz con el tango a principios del siglo XX en la Argentina. Respecto al jazz y en cuanto a uno de sus antecesores, el ragtime, fueron descubiertos sus atributos comerciales hacia 1910 y, ante esa apariencia, la industria del entretenimiento comenzó a explotarlo con ediciones de sus piezas a través de las mismas partituras, discos, rollo de cilindro y en actuaciones en vivo de pequeñas bandas negras en salones de baile. De a poco fue abandonando su etiquetamiento arrabalero, hasta conquistar a los Estados Unidos primero y luego ir esparciéndose por Europa y el mundo. Mientras tanto en Buenos Aires, de acuerdo con el historiador Blas Matamoro, el tango hacía su presencia en sociedad en 1912, en una recordada fiesta organizada por el barón Antonio Demarchi, yerno del general Julio Argentino Roca, “en la que hizo bailar el tango ante el manifiesto beneplácito de una concurrencia ‘aristocrática’ que hasta entonces sólo podía gustar de él a hurtadillas, ya que las mujeres lo podían contemplar solamente a través de cerradas celosías, mientras que los varones lo disfrutaban concurriendo a lugares de diversión ‘non sanctos’”.
Corrió mucha agua bajo el puente hasta que ambas expresiones populares fueron disfrutadas especialmente por las esferas intelectuales, pero esta es otra cuestión. Debería ser paradojal y no lógica, la razón por la cual las ediciones discográficas del temprano jazz argentino fueron inglesas y no locales, pero no debe resultar extraño que varios coleccionistas del medio enviaran hacia afuera preciados originales en 78 rpm y el sello Harlequin pusiera a disposición del aficionado documentos de los primitivos indicios de la música sincopada en Buenos Aires. De acuerdo con los títulos e intérpretes incluidos en orden cronológico, puede verse que se entremezclan orquestas típicas tangueras con las primeras agrupaciones que adherían a los nuevos ritmos del norte, bajo el mote de “jazz bands”, alternando repertorios en sus trabajos danzantes, en el acompañamiento en las salas cinematográficas de las películas mudas y más tarde en la radio. Corresponde al pianista Roberto Firpo y su orquesta el antecedente más lejano (se lo ubica alrededor de 1915 en Buenos Aires) con su versión de Tres moutarde, un “one-step” grabado para la etiqueta Firpo , con la inclusión de Agesilao Ferrazzano en violín y Juan Carlos Bazán en clarinete y flauta. Considerada como una antecesora directa del fox-trot, esta danza negra de tiempo rápido tuvo su pico de popularidad.
En tiempos de la Primera Guerra Mundial , recordaba el maestro René Cóspito, director de una célebre orquesta de jazz y pianista de gran suceso en el tango bajo el seudónimo de Don Goyo, que “en los primeros tiempos era imposible conseguir partituras originales de los temas que conocíamos a través de los discos y los sacábamos tocándolos sobre ellos. Todavía no teníamos muy en claro el tema del jazz, pero nos atraía sobremanera, hasta que hicimos conexiones con marineros norteamericanos que nos traían las piezas impresas que íbamos a buscar a los barcos anclados en el puerto”.
Otro ejemplo discográfico data de fines de 1919 y fue registrado por la Orquesta Nacional Odeón , también bajo la batuta del maestro Firpo y la presencia de dos músicos identificados con la música ciudadana: Cayetano Puglisi y Elvino Vardaro.
Y entrando en un territorio más específico, la Jazz Band de Eleuterio Iribarren tomó a principios de 1926 la composición Milenberg Joys , de figuras pioneras del género: el cornetista Paul Mares, el clarinetista Leon Rapollo y el legendario pianista Jelly Roll Morton, cuya versión original fue hecha por los New Orleans Rhythm Kings y el propio Morton en Richmond, Indiana, el 18 de julio de 1923. En la grabación porteña, el rol de solista en clarinete y saxo alto fue asumido por Sam Liberman.
En 1927 la visita a Buenos Aires de la orquesta de Sam Wooding representó una especie de bisagra para los músicos locales, ya que se pudo apreciar de cerca a una banda de reconocimiento internacional y disfrutar de su sonido y experiencia. También por entonces Josephine Baker aportó con su voz y sus movimientos importantes aspectos de la cultura afronorteamericana, que conquistaba cada vez más adeptos, casi siempre acotados en el marco de las reuniones bailables de la clase alta.
Ya ciertas publicaciones empezaron a incluir críticas y comentarios sobre el nuevo fenómeno musical que maduraba y que en su corta historia dejaba obras memorables del jazz tradicional. También en Buenos Aires surgirían nuevas voces, en otros ámbitos, que dan pie a la continuación de este relato del anteayer porteño, ligado con “esa vieja magia negra”.
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Imagen: Dibujo de René Cóspito (Tomado de ciudadculturalkonex.org)
Material tomado de la revista Historias de la ciudad, Nº 6, octubre 2000.