31 ago 2010

El desaparecido pasaje Seaver


(De Luis Alberto Ballester)

Algunos lugares de Buenos Aires están iluminado por una abierta gracia, como si ellos hubieran cobijado humildes epifanías. Este era el caso del pasaje Seaver, ahora desaparecido por la gris nivelación de una avenida.
Era un sitio hospitalario, que arrancaba de la Avenida Libertador y se empinaba en una escalinata, ornada con barandales de hierro, y que concluía en la calle Posadas.Como todo lo que es hondamente expresivo, el pasaje Seaver invadía el campo de lo espiritual, de aquello que es cierto y sin embargo navega en las brumas. El pasaje fue tendido cerca del año 1890 en un predio que perteneció a la la quinta de Otarola. Su apelativo más conocido le fue adjudicado en recuerdo de Benjamín Franklin Seaver, marino muerto en 1814 en el combate de Martín García. Luego, en 1891, se construyó la postrera escalinata. El paseante sensible podía subir a esa breve elevación y observar la geometría del pasaje, vuelto hacia algo secreto, íntimo y a la vez trascendente.
El pasaje Seaver cobijó múltiples vidas, encontradas pasiones. Antes, casas sencillas exhalaban un olor a pesar y desesperación, ornadas con macetones que terminaban en plantas, donde el viento gemía. Eran casas de inquilinato; flameaban en las ventanitas unas cortinas que las lluvias habían lavado, pero sencillas como la ternura. Los patios se clareaban en las morosas siestas de verano; a la noche fantasmas alunados volaban entre la ropa tendida.
Luego el pasaje Seaver se fue transformando adoptó un aire bohemio, de capas encantadas, como las que amara Valeriano Becquer, desarrolló lentos delirios que tornaban gratos los días. Faroles de hierro trabajado adornaron las paredes y se abrieron estudios de pintores. Un afán creador signó al pasaje Seaver. Personajes legendarios, como Gonzalo Leguizamón Pondal, lo habitaron con intensidad, incluso con la persuasión de un verídico fantasma. Vivió en la casa ubicada en el número 1634. Por el tesón espiritual del artista el pasaje desaparecido alumbró su escalinata folletinesca con faroles que a la noche llovían una luz reconfortante pero enigmática.
Sólo resta ahora para el pasaje Seaver el reino de la memoria, tan efímera. Sin embargo, su encanto reside en nuestra interioridad, en nosotros, esos "sepulcros vivos", al decir de Hudson. Se dilata ahora en un paisaje de sueño, tal vez cambiable, de humo y niebla y sonrisa y tristezas, pero al fin exactamente humano.
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Foto: El pasaje Seaver alrededor de los años 70. 
Del libro: Revelación de Buenos Aires (1985).