Quedan pocas tintorerías japonesas de las que en mi infancia había en todos los barrios. Pero en Parque Chas, debido a las calles circulares, el tiempo se corre a sí mismo como un perro que intenta morderse la cola. En consecuencia, su marcha se hace más lenta y el barrio queda salpicado de rémoras del pasado. La tintorería “El Nipón” es un ejemplo claro de negocio anacrónico ajeno por completo a la globalización que llegó también a los vestidos gastados, a los trajes demasiado usados que necesitan resucitar para una entrevista de trabajo, a las polleras y pantalones salpicados de manchas tan rebeldes como los jóvenes de generaciones pasadas. Con la desaparición de estas tintorerías desapareció también un olor característico que un perfumista podría describir como un aroma intenso, con “notas” de solvente, reminiscencia de maderas y evocación de especias picantes: el olor a tintorería que inevitablemente nuestra nariz ansiosa buscaba entre los pliegues de las prendas. En “El Nipón”, en cambio, es posible recuperar ese aroma antiguo, pesado y misterioso que dibuja sobre las prendas marcas olfativas que permiten reconocer su paso por la cofradía de los viejos tintoreros. Allí, la máquina de planchar sigue escupiendo su vapor de dragón oriental como una vieja locomotora inmóvil. Cada cual carga con su propio infierno y acaso el del dueño de esta tintorería consista en haber salido de su país con ansia de aventura y el de haberse quedado varado en un barrio de calles con nombres de ciudades europeas con una máquina que evoca viejos trenes ingleses, pero que no va a ninguna parte.
Claro que el dueño de “El Nipón”, a diferencia del resto de los mortales, tiene como compensación de su pequeño infierno, un pequeño paraíso al alcance de la mano. Sobre su cabeza terrena y sufrida hay un mundo sutil, suspendido, que comienza en el dobladillo de las prendas limpias y que se pierde en la parte más alta del cielorraso. El mundo, en esa tintorería, como en todas las tintorerías japonesas de otro tiempo, tiene dos niveles bien diferenciados: el de los cuerpos sudorosos atormentados por la máquina infernal del planchado, y el de los cuerpos etéreos, sin carnadura, que sobrevuelan el local como fantasmas o como acróbatas que desafían la ley de gravedad suspendidos por el arnés de una percha. Es un ballet de espectros virginales cuyos integrantes, por efecto de la limpieza oriental, son almas sin mácula, sin polvo, casi sin historia. Hay allí arriba una alegría de colores recobrados, de pureza reencontrada sin tormentos, ni ayunos, ni abstinencias. Basta una combinación de la sabia alquimia del tintorero, para que esas almas recuperen su lozanía virginal y floten sobre el mundo mortal a la espera de reencarnar en el mismo cuerpo para prestarle un poco de esa pureza que sólo recuperan los seres de trapo. A veces, esos fantasmas multicolores reencarnan en otro cuerpo. El paso por la tintorería suele ser el ineludible ritual de purificación de algunas prendas heredadas, luego de alargarles las mangas o cambiarles los botones. Esos fantasmas flotan desorientados un tiempo, pero finalmente reconocen desde la altura en quien los va a buscar a la tintorería algún rasgo familiar y, nuevamente a ras del piso, se reacostumbran a la tiranía de la ley de gravedad a cambio de reencarnar en un cuerpo nuevo.
Para devolver los etéreos fantasmas a la Tierra, el tintorero de “El Nipón”, como todos su antecesores, cuenta con una pértiga tan larga que llega hasta ese cielo de género en que los vestidos, las blusas y los trajes se vuelven figuras planas como sombras chinescas.
No es casual que se diga que en el Paraíso perdido había un manzano. Seguramente Eva le habrá hecho bajar a Adán la primera manzana con una larga pértiga de tintorero para sucumbir a la tentación y conocer el fruto prohibido. Ya se sabe lo que sucede cuando algo desciende de las alturas: lo que sea que descienda —manzana o blusa— se mancha, se ensucia, va perdiendo los colores, se opaca y se desluce hasta adquirir una apariencia absolutamente terrenal.
En la teología oriental de las tintorerías no hay un solo limbo, sino dos: el de las prendas que esperan el baño purificador y el de las ya limpias que luego preservan su limpieza inmaculada envueltas en mortajas de papel madera y siguen defendiendo su pureza en la oscuridad de los roperos.
Pero la pureza no dura. El mundo es mancha, polvo, hollín, grasa y deterioro. El dueño de “El Nipón” es un Sísifo oriental. Terminada su tarea, debe comenzar de nuevo. Lo veo cada día afanarse encadenado a su máquina infernal cuando camino hacia Avenida de los Incas. Su mundo terrenal está ubicado bajo el dobladillo de los vestidos y polleras y las botamangas de los pantalones. Allí nomás, al alcance de su pértiga, comienza su paraíso privado. Es una lástima que los japoneses ya no abran tintorerías en los barrios. ¿Qué vecino no añora que al menos su ropa pueda ser enviada a un paraíso temporal para regresar inmaculada?
Siempre me asombró que los dioses japoneses les hayan concedido a las blusas el don de volver a la infancia.