“Puse el corazón en Dios y salté. Una desagradable impresión de espinas me reveló que había saltado el obstáculo; pero ¡oh dolor! en el trayecto se me había caído la sandía, que yacía entre las aguas cenagosas del foso. Me detuve y observé a mi vasco: ¿daría el salto? Lo deseaba, en la seguridad de que iría a hacer compañia a la sandía. Pero aquel hombre terrible meditó, y plantándose del otro lado de la zanja, apoyado en su tridente, empezó a injuriarme […] sólo recuerdo que en el momento en que tomaba un cascote, sin duda para darle un destino contrario a los intereses positivos de mi vasco, vi a mis dos compañeros correr en dirección a las casas y al vasco de los melones despuntar por el vado y dirigirse a mí. […] Eran las tres y media de la tarde y el sol de enero partía la tierra sedienta e inflamada cuando con la cara incandescente, los ojos saltados, sin gorra, las manos ensangrentadas por los zarzales hostiles, saltamos por la ventana del dormitorio”.
Aunque el montevideano Miguel Cané (1851-1905) tenía poco más de un año cuando su familia, después de la batalla de Caseros, cruzó el charco de regreso a Buenos Aires, fue reconocido como el gran escritor, intérprete y funcionario de la generación argentina del 80. En las páginas de Juvenilia –de donde fue extraído el párrafo que abre esta nota–, así como en los textos de ciertas leyes debatidas en exiguos cenáculos y aplicadas al conjunto de la población, brilla el mejor (es decir, el peor) Miguel Cané, espejo fiel de un actitud, de un pensamiento y una manera de entender la Argentina.
Casi veinte años después de las excursiones desde la Chacarita de los Colegiales hasta la quinta del vasco Etchevarne, en pos de ajenos melones y ajenas sandías, Cané recuperó en Juvenilia aquella etapa de su vida de estudiante. Y casi veinte años después de Juvenilia, ya devenido Senador de la Nación, fue capaz de redactar el texto de la Ley de Residencia, ese texto (infame) que dice que el Poder Ejecutivo “podrá ordenar la salida del territorio de la Nación a todo extranjero que haya sido condenado o sea perseguido por los tribunales extranjeros por crímenes o delitos comunes”.
Haber robado una sandía, una bolsa de harina, una liebre de los campos o un leño del arroyo para hacer un par de zuecos (nos viene a la memoria la hermosa película de Ermanno Olmi) ya era razón suficiente para ser expulsado de la Argentina de los ganados y las mieses, en tiempos del primer Centenario. Una ley para el rico y otra para el pobre. Una Constitución que abría los brazos a “todos los hombres del mundo” y una ley que permitía poner en un barco y deportar a aquellos trabajadores europeos del sueño civilizatorio, cuando se atrevían a señalar (oh bárbaros, oh infieles) la injusticia social.
EL WARNES COMO METÁFORA
"A las 15.30 del 26 de setiembre de 1951, recordaba en una carta el vecino Oscar Alberto Félix Viola Etchevarne, se hizo presente el doctor Méndez San Martín, que era ministro de Educación y secretario de la fundación (un organismo que había creado Eva Perón). Vino con camiones y obreros. Procedió a aislar la vieja casa que había construido mi tatarabuelo en 1829. Cortó los alambrados y se metió dentro del predio".
El gobierno justicialista y aquel apéndice de su política social que fue la Fundación Eva Perón, habían dispuesto en 1951 la expropiación de las tierras alambradas e incultas de los Etchevarne, ubicadas en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Allí se levantaría, según los planes, “el más grande complejo hospitalario-pediátrico de Sudamérica”. Serían más de 94 mil metros cuadrados cubiertos, provistos del más moderno instrumental para la atención de los niños y sus madres. La estructura de aquel hospital estaba terminada cuando sobrevino la Revolución Libertadora (ésa que la historia rebautizó, con razón, Fusiladora). Pero, además, los pulmotores e incubadoras traídos por cuenta de la Fundación fueron destruidos en los calientes días del ‘55. Y hasta las sábanas de hospital con el logo bordado de la institución, fueron echadas a las llamas. El destino de aquel mega hospital ya estaba cifrado cuando algún funcionario decidió rebautizarlo Albergue Warnes e intentó cambiar su suerte.
Hacia 1961, los habitantes de una de las primeras villas miseria de la ciudad fueron enviados al Warnes. No había cloacas, ni luz eléctrica ni agua potable. Pero la medida (humanitaria) conseguía liberar los terrenos de la villa para un pingüe negocio inmobiliario.
Tal como escribimos en nuestra nota anterior, fue el gobierno del justicialista Carlos Grosso el que decidió en los ’90 poner fin al largo litigio con la familia Etchevarne. Y lo hizo de un modo que la historia nunca absolverá: devolviendo las tierras expropiadas a los sucesores de Etchevarne, con el compromiso de nivelar los terrenos y liberarlos de escombros y malezas (!). Acto seguido, los Viola Etchevarne vendieron las tierras al consorcio francés Carrefour, para que se edificara allí un hipermercado.
Las más de 600 familias desalojadas del Warnes fueron enviadas al improvisado Barrio Ramón Carrillo, construido contra reloj por la Municipalidad porteña, en terrenos baldíos y contaminados de Villa Lugano, al sur de la ciudad.
No sólo no se había construido el gran hospital público dedicado a la infancia, sino que al barrio miserable a donde se trasladaba a los desalojados se le imponía el nombre de quien fuera el primer médico sanitarista argentino. Una mueca del destino.
En estos tórridos días finales de 2010, los descendientes de aquellos pobres migrantes de los 90, que fueron capaces de asentarse y vivir al borde de la quema y de los basurales, protestan por las ocupaciones ilegales de terrenos por parte de otros migrantes y desplazados. Otra mueca del destino.
La tierra, en la Ciudad Autónoma, cada vez cotiza más alto. Y tras el fenómeno de Puerto Madero, de la Boca, de Barracas y otros barrios del Sur que fueron recolonizados, llega el turno del bajo Flores, de Lugano, de Soldati, de Villa Riachuelo y Villa Porvenir. El mensaje es siempre el mismo: esta tierra no es de ustedes; váyanse a otro lugar.
IGUALDAD ANTE LA LEY
Los comodatos firmados por la ciudad de Buenos Aires con instituciones económicas, sociales y culturales, por los que se cedieron tierras en los lugares más apetecidos de la Reina (la estancia de Rosas, en Palermo; la ribera del río de la Plata; las instalaciones portuarias desactivadas) casi nunca fueron respetados. Y los terrenos y construcciones prestadas fueron transferidas por sus tenedores a terceros sin que un fiscal (salvo honrosa excepción) denunciara esas maniobras.
Varios palacios de la administración estatal, sufragados por el esfuerzo de generaciones argentinas (sedes de YPF, Obras Sanitarias, YCF, Gas del Estado, BANADE, etcétera) fueron entregados por el valor simbólico de “un dólar” durante el aluvión privatizador de los 90. Todavía hoy, en los terrenos aledaños de los principales ferrocarriles, al Norte, al Sur y al Oeste, pueden verse carteles (ilegítimos, inconstitucionales) que rezan Propiedad Privada, cuando quienes ocupan los predios son concesionarios, y no propietarios.
Sin embargo, los herederos genéticos e ideológicos de Miguel Cané hoy se llenan la boca hablando del “espacio público”, y agitándolo como argumento para acallar la demanda de los nuevos sin tierra y los nuevos desheredados. Si pudieran, les aplicarían a esos “invasores” la Ley de Residencia (aunque para su indignación, a mediados del siglo XX, fue derogada).
Se consuelan pensando que ya saldrá un nuevo Miguel Cané, un redactor de leyes, para determinar que las sandías robadas en la juventud no fueron ilegales, pero la naranja que se lleva un pibe wichí a la boca, para calmar su sed, está incursa en cierto artículo y cierto inciso de la santa doctrina de la Tolerancia Cero.
O sea: cero legitimidad. Cero justicia. Cero democracia. Cero república.
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Imagen: Demolición del llamado Refugio o Albergue Warnes.(Foto: infobae.com).
Tomado de Agencia de Noticias Pelota de Trapo, Bs. As., diciembre, 2010.