Domingo. Es de tarde. Una cinta gris se tiende a lo largo de la calle Boedo. Las mesas de los cafés son los tapetes en que se juegan la inquietud, la diversión o el aburrimiento. Un diariero vocea: ¡Aquí Boedo!.. El trayecto de paseo elegido por los transeúntes es, naturalmente, el que demarcan las avenidas San Juan e Independencia. Ya son las cinco. Es la hora en que se reúnen algunos colaboradores del periódico Boedo en el viejo café “Gardel”, sito en México y Boedo. Lentamente me acerco a él. De pronto se recorta allá cerca la inconfundible figura de don Vicente P. Giorno, agudo escritor y dúctil poeta; pero, sobre todas las cosas, “rey de la viñeta”. Paso lento, sombrero verde levemente inclinado, mirada firme que el azul de los ojos hace más penetrante. Nos saludamos brevemente. Poco después, ya sentados a la mesa de nuestra predilección, me da algunos consejos literarios. Derechamente, sin odiosas filigranas. Yo lo escucho con sumo respecto. Su presencia es la de un obrero en vacaciones. Pero su mirada, que acaricia el aura de muchas ideas, y algunas palabras, impelidas por una concesión definida de las cosas, imponen su verdadera personalidad. Franca, rotunda, jugosa. Como su pluma, que hace más de treinta años negrea muchos periódicos y revistas. Y les da peso, no importa el tamaño de lo escrito. Indudablemente son muchos los caminos que alumbra el faro de su talento. Y pese a que no ha tenido la previsión de editar ningún libro, son muchos los que ha escrito. Mas, para consuelo, digamos que don Vicente es un libro vivo...
Al rato engrosa la rueda el “jefe”, don Pablo P. Gianotti, director de Boedo. Paso ágil, boina de vasco, sonrisa cordial. Trae bajo el brazo algunos periódicos recién editados. Pese al esfuerzo y la responsabilidad que implica la dirección de un periódico que conoce casi toda Sudamérica, don Pablo hace gala de un genio envidiable. Es alegre, bonachón, tranquilo. Pero las causas justas hallan en él a un defensor inflexible. Y pocas palabras, las necesarias, dibujan perfectamente sus respectivas convicciones. Por otra parte, van diecisiete años que comanda el timón de su nobilísimo periódico, con mano férrea y corazón generoso. Hombre de bien, periodista infatigable, don Pablo va cumpliendo íntegramente, sin vanos estruendos, su loable destino. Y el barrio ve en él a un genuino defensor de sus intereses.
A poco aparece el doctor Antonio Casacuberta, figura casi patriarcal de un viejo barrio: Parque de los Patricios. Paso aún ágil, bastón fino, mirada suave. Pese a sus múltiples actividades, don Antonio halla tiempo para dedicarse a la literatura y hacer de ella su principal apostolado. Fino escritor y poeta de alto vuelo, sus trabajos tiene resonancia dentro y fuera de la Patria. Su voz es suave, sus gestos parsimoniosos. Aparentemente, parece un señor jubilado que ha echado abdomen mirando la vida desde el muelle cetro de la tranquilidad… (¡Oh, engañosa naturaleza!). Su ingenio es de mucha yerba.
Luego hace su entrada el hábil periodista Segundo Ance. Llano, con una cordialidad que subraya su amplia y permanente sonrisa, su presencia resulta muy agradable. Fino y agudo observador, sus certeros brochazos pintan reciamente la urbe porteña. Y sobre ellos sabe salpicar el fuerte condimento del análisis. Creemos que ya define su pluma un creciente aticismo.
Por último llega don Alfredo Mourguiart y se completa así la rueda; Alfredo es hombre sencillo, campechano, amigo de codearse con la naturaleza. (De esto da cuenta su rostro tirante y colorado “cual manzana deliciosa” al decir de don Pablo). Un libro de versos y otras producciones dicen de sus inquietudes literarias.
La peña ya está completa, y las bebidas calientes ya humean en la mesa. La hermosa sonrisa del “Morocho”, que nos mira desde un cuadro, preside la reunión durante la cual se conversa afablemente, se recuerdan hechos y personajes, se comenta algún libro y se acarician muchos proyectos. Todo ello con llana cordialidad. Con una identificación de ideas y de sentimientos que se hacen realidad domingo a domingo. Son minutos de honda camaradería, imprescindibles a nuestros espíritus impelidos por un mismo viento de ensoñación. Entretanto, el crepúsculo esmerila los vidrios del negocio, casi desierto y por lo mismo propicio a nuestra peña (que aún espera la visita de otros colaboradores y amigos de
Boedo).
Ya afuera, nos acercamos a Independencia. Lo hacemos lentamente, prolongando en la calle nuestra reunión dominguera. Poco después, con un: “Hasta el domingo”, nos separamos. Antes de tomar por Independencia rumbo a San Cristóbal norte, echo una última mirada al café amigo, testigo de nuestra amistad y confidente de nuestras inquietudes, y siento una leve emoción.
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Imagen: Escudo del barrio de Boedo.
Texto tomado del libro Pasión de Boedo Aires -Poemas y prosas-, Realizaciones Culturales Boedo 21, Bs. As., 2000.