(De Rubén Derlis)
Viene a mi memoria la complicidad nocturna de un paredón en Villa Devoto, si mal no recuerdo por Chivilcoy, o acaso Bahía Blanca, pero de todos modos cerca de las vías del tren y no muy lejos de un cine pegado a éstas. ¿Por qué este paredón y no otros cercanos –que los había, y en profusión–, en barrios más trajinados en mis vagabundeos? Acaso porque ese recuerdo de alguna que otra noche devotense me llega orlado con una brisa de primavera avanzada que lo entorna y da marco a un encuentro amoroso, pasajero y tan fugaz, que el Tiempo tuvo tiempo de borrarme para siempre el rostro de la protagonista. Lo cierto es que este paredón estaba bordeado por una fila compacta de árboles de apretadas copas cuyas ramas caían desde la altura hasta el filo del empinado muro formando una perfecta oquedad de oscuridad sumamente animada. Dije recordar ciertas actividades non sanctas al amparo de las sombras de esta pared, pero no a su protagonista, y es verdad. Tampoco cuándo sucedió, pero fue en un plano viejo de otra Buenos Aires: Villa Devoto aún tenía algunos lamparones de tierra baldía y su silencio era casi de recogimiento. Valga entonces la chispa del instante que prendió aquella visión y me acercó su imagen, para evocarlos a todos y dedicarles este elogio.
Eran para tener en cuenta estos paredones de iniciación, ya fuera para rápidas escaramuzas al acaso, sin planes de futuro, o para algunos trabajos prácticos, prematrimoniales, que luego se ejercerían con las mismas herramientas, pero más meticulosamente y con una mayor tranquilidad, por cierto. No había madre que al pensar en sus hijas quinceañeras no les temiera a estos largos muros; temor que se acentuaba si la niña ya estaba de novia y no había en la casa un hermanito menor para oficiar de insufrible paje a pesar de él, aburrido monigote que caminaba cuatro pasos adelante de los enamorados.
De regreso del corto paseo, la pareja sería atraída por el imán de intimidad de una pared donde sus figuras se convertirían en una sombra indivisible, las palabras caerían hacia el susurro, y las manos, incursionando en lo todavía prohibido, comenzarían a gestar el lenguaje –universal y a la vez particular de cada uno– de la intimidad de los cuerpos.
Acogedor era el paredón de dos largas cuadras, por 24 de Noviembre, del hospital Ramos Mejía, y aún la continuación del mismo si giramos por Venezuela; y nada despreciable por cierto el de enfrente, que eran los fondos de la estación tranviaria Caridad y su continuación, los depósitos de un mayorista de comestible. Ni qué hablar del que se extendía todo a lo largo de la acera del colegio de la calle Moreno entre General Urquiza y 24 de Noviembre, o el de Carlos Calvo, a espaldas de la iglesia Santa Cruz. Más lejos, pero de los que también supe de su abrigo, estaban el de Castillo casi Serrano, breve pero de escasa circulación de peatones, y el de una calle reconcentrada en silencios y verano –¿Biedma?, ¿Seguí?– por uno de los flancos de plaza Irlanda. Sólo por nombrar algunos cuyo recuerdo nos es grato, ya que entre sus piedras y nuestra ansiedad se agitaba otro corazón, palpitaba una vida. Obviamente que los barrios con grandes establecimientos fabriles fueron los mayores “proveedores” de paredones; sin embargo no todos eran aptos para los menesteres de que estamos hablando. El lugar en cuestión debía cumplir ciertos requisitos. El primero, desde luego, la oscuridad, que sólo era posible con una calle generosa en árboles, y el segundo, también para tener en cuenta, que la zona no fuera recorrida con mucha frecuencia por el patrullero, ya que nunca se sabía cuándo podrían bajar los policías y hacernos pasar un mal momento. Operar en lugares algo distantes de donde vivíamos también revestía su importancia, pero la distancia no debía exagerarse, pues la frecuentación al lugar de patotas juveniles en son de chacota –en el mejor de los casos–, alertadas sobre lo que allí sucedía, más la impunidad que les otorgaba el saber que no éramos de ese barrio, podría hacer fracasar los planes amorosos, difícil la resistencia, por no decir imposible, y convertir la retirada en otra desastrosa Ayohuma, con niñas incluidas. Pero como con la experiencia se aprende, cuando se tenían noticias de un paredón que ofrecía ciertas “garantías”, el lugar era sumamente concurrido. Y la ecuación era fácil: a mayor seguridad, más parejas. Por eso a veces se hacía arduo hallar en disponibilidad un tranquilo retazo de sombra nocturna.
Hoy pienso que de haber existido entonces algún observador con ánimo de hacer psicología de entrecasa, sólo con situarse en una de sus esquinas habría podido adivinar, marrando escasamente, o teorizar, si era perspicaz, acerca de lo acontecido entre tal o cual pareja, porque las conductas, al abandonar su íntima porción de pared, siempre repetían un mismo patrón. Si en la pareja que iba entrando a la luz de la calle ella trataba de no ser vista, o bien podía ser una jovencita temerosa, en cuyo caso obligaba a su acompañante a apurar la marcha, o una mujer enredada en situación extramarital que prefería salir sola de la oscuridad; en ambos casos, y esto era de rigor, siempre doblaban en la esquina. Si la pareja salía abrazada, caminando lentamente, charlando como si nada, no giraba en la esquina, sino que cruzando seguía por la misma calle, seguramente se trataba de novios que más tarde o más temprano terminarían dando el sí al pie del altar. Lo que exime de todo comentario es cuando ella, cabizbaja, trataba de ahogar o disimular su llanto, mientras él, llevándola por los hombros, en actitud protectora, intentaba consolarla con palabras que creemos saber cuáles fueron, aunque nunca logramos escucharlas.
El paredón fue para mi generación –las nuevas son más libres, desprejuiciadas, y no necesitarían de sus favores en el caso de que los hubiera – la escuela libre del amor y sus entresijos, donde no nos recibimos ni de amantes ni de amadores: sólo concurrimos a sus singulares “aulas” hasta terminar el ciclo. Junto a él suplimos, mediante prácticas no exentas de errores y equivocaciones, más algunos datos teóricos aportados por los amigos mayores que ya cursaban la academia del bar y billares, la falta de una palabra familiar que no pudo darse, porque de eso no se habla.
La ciudad creció en hormigón y en habitantes: las entradas a las casas de departamentos llegan con sus luces hasta los edificios de enfrente; la gran cantidad de automotores barren con sus faros de amplitud angular calles, veredas y paredes. La iluminación a mercurio transforma en falso día la noche y dispersa la apretada penumbra nocturna.
El paredón del que hablo ya no puede ser: en la ciudad no quedan sombras para resucitarlo, pero fundamentalmente porque la cultura del aprendizaje erótico del nuevo siglo pasa por otros parámetros. ¿mejores?, ¿peores? –me inclinaría por lo primero –, pero de todos modos distintos de aquellos dentro de los cuales se movieron nuestras juveniles apetencias amorosas.
_____
Imagen: Paredón en el barrio de Villa Ortúzar (Foto tomada de: barriada.com.ar).