Entregó las monedas y observó ansioso el número del boleto. Con decepción marcada en su gesto se sentó junto a la puerta de acceso. Uno, dos tres, cuatro pasajeros más. Abordó al último, decidido, ofreciéndole el cambio. Era extranjero y le costó trabajo explicarle el motivo. Al fin, se hizo dueño del capicúa que guardó satisfecho en su billetera.
Me tocó ser testigo varias veces de la escena descripta. Con protagonistas distintos, claro. Sin que me llamara la atención. Forman legión: se conocen, se huelen entre sí.
Conozco personalmente al presidente del Club de Capicuteros. Ocupa varias horas de la noche en comunicarse telefónicamente con los integrantes de la entidad, comentando la cosecha diaria. Cada cual sabe los que le faltan y le sobran al colega, y los que tiene repetidos. Precisamente por intermedio de este señor trabé conocimiento con uno de estos tipos y me enteré de su drama.
García comenzó a juntar capicúas a poco de casarse. El primer boleto palindrómico que tuvo en sus manos lo colocó debajo del vidrio de su escritorio. Para que le diera suerte. Lo mismo hizo con el segundo. Después del tercero, inauguró su manía. Confabuló a toda su familia en la búsqueda de capicúas. No dormía. Su insomnio estaba poblado de cifras inencontrables. Caminaba siempre mirando al suelo y no dejaba de revisar boleto que descubría. Merodeaba por las paradas terminales de ómnibus y colectivos investigando la serie y la numeración de los boletos. Si en la lista se hallaba el que le hacía falta, viajaba aunque fuera para el lado contrario. A veces pagaba para él solo seis o siete boletos juntos.
Su desesperanza alcanzó el punto culminante cuando solamente le faltaba uno para completar la colección. Si n sosiego, casi delirante, recorrió en colectivo la ciudad de un extremo a otro. Trayectos de una sola cuadra. Subía y bajaba sin descanso. En su empleo solicitó hora libre para dedicarse a eso. Tenía los bolsillos llenos de boletos que en su casa volvía a revisar transpirando, enfebrecido, solo en su departamento desierto, pues ya la mujer se le había mandado a mudar.
Encontró por fin el último capicúa. Se lo entregó un médico amigo, que tuvo que atenderlo profesionalmente para que reaccionara del desmayo. Se comunicó con el presidente del Club de Capicuteros, y para festejar su suerte le organizaron una comida. Al volver a su casa con la colección completa bajo el brazo sintió que la soledad se le venía encima como una avalancha de escombros. Lloró. No sabía qué hacer con su vida. La incertidumbre le duró poco. Apenas una semana. Lo encontré otra vez al acecho, viajando sin motivo, a la caza de la segunda colección. Pero no de capicúas. Él mismo me puso al tanto: –Ahora colecciono los quelástima. –¿Y eso qué es? –le pregunté intrigado. –Viene a ser la aproximación. Cuando nosotros, en lugar del 3113, recibimos el 3112, o el 3114, decimos siempre “¡qué lástima!”. Eso nos permite coleccionar dos series: los que fallan porque falta uno, y los que fallan porque se pasan por uno. Es más difícil, pero más entretenido ¿No le parece?
Le dije que era una lástima, verdaderamente, y lo dejé observando el número de un boleto que acababa de levantar del suelo.
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Imagen: Boleto capicúa de tranvía de la CTCBA. (Foto Rubderoliv).
Tomado del libro: Buenos Aires y lo suyo, Editorial Plus Ultra; Bs. As., 1976.