(De Raúl Scalabrini Ortiz)
En su afán de verificar los conceptos y definiciones por sí mismo y en sí mismo, el hombre porteño no repara en vallas ni se precave de malentendidos. Va decididamente a su objeto, cualesquiera sean los desbarajustes que ocasione. La vocación de su sentimiento es irreflexiva. Pocas elaboraciones humanas resisten la acometida de esa inusitada corrosión. Las bambalinas de la estulticia se derrumban, los espejismo se evaporan. Pocos símbolos salen airosos de la refriega. La mayoría se deforman y ahuecan, como naranjas exprimidas: pulpa reseca y sin jugo. Así, mide en sí mismo, el coraje, la fama, el éxito. Una a una va desflecando las banderas conductoras, los grandes signos de la cultura europea. Las deshilacha, y las arroja desdeñoso cuando no les halla vivencia activa.
La Tradición, el Progreso, la Humanidad, la Familia, la Honra ya son pamplinas, que en el sentimiento del hombre porteño no sirven ni para gallardetes de club náutico. Tradición no tiene; de la Familia se mofa en las chácharas de café, sin desdecirse de los afectos que profesa; “Pucha, en casa no se puede vivir. Si el viejo quiere una cosa, la vieja quiere otra. Y la gansa de mi hermana no me deja en paz”. “Mi primo quiere que le de participación en este asunto, pero a mí no me va a engrupir”. El Progreso es una miscelánea que no comprende si no se asocia estrechamente a una alegría venidera, suya, de sus amigos, o de sus sucesores. Los beneficios o disfavores del progreso los califica en sí mismo. Los adelantos de la mecánica no lo conmueven, ni la elocuencia de las cifras. “Che, nuestro comercio exterior ha aumentado en quinientos millones”. “¡Ajá! ¿Y con eso qué ganamos?”. De la Humanidad se ríe. El nuncio de la humanidad es él, y nada que amenace su bienestar puede, por lo tanto, servir a la humanidad. Ni de honras ni de triunfos es pedigüeño. De todos los éxitos que la humanidad protocoliza, sólo aceptaría alguna muchachita linda y que no le moleste mucho.
En los comienzos de la guerra europea de 1914, los intelectuales hicieron un batifondo de mil demonios instigando a las autoridades a la ruptura de las relaciones con Alemania y sus aliados. Ellos, tan circunspectos de común, se reunían en las plazas públicas y en trémolos vehementes enarbolaban los más grandes pabellones retóricos. Se desgañitaban hablando de la libertad, de la salvación de la cultura, de nuestra sangre latina, del crimen de la neutralidad y de la falacia de serlo, de los deberes y derechos mutuos de las naciones… El hombre porteño se apiñaba en su entorno. El hombre porteño siempre ha sido paladeador de espectáculos gratuitos. Escuchaba sus arengas, leía sus proclamas, pero continuaba impertérrito. “¿Para qué nos vamos a meter en esta conflagración? Si pelean, ha de ser porque tienen un interés. Yo no pelearía por un francés. ¿Cómo voy a suponer que un francés pelea por mí?”. Los intelectuales insistían en desgañitarse. Lograron el auspicio de toda la prensa sin excepción. El Parlamento se puso de pie para votar la ruptura de relaciones. Hasta los socialistas aprobaron el disparate. Yrigoyen, que era entonces presidente, desoyó el falso clamor y vetó o encarpetó la aprobación legislativa. Con su oído finísimo de viejo caudillo había palpitado la oposición del pueblo porteño, y, en gran parte por eso, el pueblo porteño, a pesar de las turbiedades de su administración, lo premió con la segunda presidencia.
El hombre porteño empuña una de sus palabras vernáculas para embromar a los sugestionados por el espejismo de las grandes dicciones: Engrupido. Engrupido es el tipo que todavía cree en la Humanidad, en el Éxito, que todavía cree en el premio del trabajo y hace mérito cinchando en la oficina durante horas extraordinarias. Engrupido es el conscripto demasiado empeñoso en el cumplimiento de órdenes superiores, que toma en serio eso de servir a la patria. El porteño presta el servicio militar con buena voluntad, porque sin bien la seguridad externa del Estado ha sido delegada en los militares, no puede delegar su servicio personal. Y obedece las órdenes, porque sabe que la disciplina es inseparable del ejército y no porque esté engrupido por la patria. Engrupido es todo aquel que sufre un embeleso. El que se cree buen mozo y apuesto y es un escuerzo. Engrupido es el que más cuenta sus adquisiciones, el dinero, la fama, que sus capacidades simplemente humanas, su coraje, su belleza, su entendimiento. Engrupido es por eso el intelectual ufano, no de lo que es, sino de sus libros, de sus artículos, de lo que ha hecho o ha recibido, elogios, alabanzas. Engrupido es el que cree en la ligazón de los vínculos familiares y obra con su familia por razones extrañas a su carino. “Está peleado con todos los de su casa, pero los ayuda porque lo tiene engrupido”.
Las grandes divisas ya no impelen al hombre de Corriente y Esmeralda, no vulneran su predisposición incuriosa. Pero no se entrevea en esta precipitada convergencia de episodios la cerrazón de un egoísmo. El hombre porteño no es egoísta pero no admite más alicientes que los exclusivamente humanos. No quiere atestarse con frases, ni ser omitido en ellas. Palabras de premio son asiduas de su plática: gaucho, macanudo, derecho. Tipo gaucho es el hombre servicial. Macanudo, en cierta acepción, es el generoso de expansión, el conversador, el dicharachero, el hombre vivo y dado. Derecho es el hombre sin doblez, cuya ayuda puede descontarse como indudable. Todas estas palabras propinan méritos a los desprendimientos que van de hombre a hombre. Siempre es el hombre y nada más que el hombre el que está en el sentimiento y en la discriminación del hombre porteño. Todos los símbolos refulgentes, genéricos, fueron inventariados y execrados, y ya no se entorpece en su arrullo, y no es asequible por ellos. Al porteño hay que hablarle claramente, sin mucho rodeo, y eliminando del discurso todas las grandes palabras que él ha destruido en su sentimiento. Cuando el porteño las oye o las lee, se eriza y da en sospechar que allí hay gato encerrado. Y convengamos en que pocas veces yerra. Los que cándidamente han cifrado su triunfo en ellas, se irritan, y, como siempre, cubren de dicterios e invectivas al hombre porteño, que los escucha sonriendo.
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Imagen: Raúl Scalabrini Ortiz.
Tomado de: El hombre que está solo y espera, Editorial Plus Ultra, 16 ª edición., Bs. As., (sin año de impresión).