30 sept 2010

Romance de radio


(De Rosa María Silva)

Allá por la década del 50 había en Boedo dos importantes teatros: el "Boedo" y "El Nilo", si bien éste también era cine, disponía de escenario siempre dispuesto para la actividad teatral cuando la ocasión lo requería. El primero tuvo elencos estables y transitorios, a diferencia del segundo, donde sólo fueron transitorios; de éstos, la mayoría tenía origen en los radioteatros. Entre los cultores de este género, conocido como género chico teatral, se encontraba el español José González Pulido, que se inspiró en la payada, el dramón circense y el primitivo folletín, entrecruzando todos ellos con el sainete, lo que redundó en un resultado exitoso y que hizo de su autor un pionero en lo suyo: Chispazos de tradición. Historias sentimentales, sencillas, candorosas y sobre todo desmesuradas a las que para darles mayor intriga –y a su vez inusitada continuidad– dividía en capítulos que siempre cerraban con momentos culminantes que quedaban en suspenso hasta la próxima audición, lo que generaba en los radioescuchas una indudable expectativa. De estas historias –donde había buenos y malos caracterizados con sus rasgos más salientes, llevados casi hasta el grotesco– se posesionaba la gente consustanciada con el libreto, que a la salida de la audición solían esperar a los actores para darles su "merecido": al bueno lo colmaban de elogios, abrazos, y nunca faltaba la exaltada que lo llenaba de besos, en tanto que el malo debía escabullirse entre el montón –cuando lo lograba– para evitar una segura paliza, o mínimamente un rosario de improperios. Es así que a Churrinche –el bueno– que interpretaba Mario Amaya, lo aguardaban con aplausos y regalos, mientras que Rafael Díaz Gallardo –el Caín de la ficción– debió dejar de figurar en la guía telefónica debido a la amenazas que recibía a diario.
Un poco más adelante, pero siempre en la misma década, Juan Carlos Chiappe, en una línea similar, escribió relatos urbanos de sumergidos o dramas familiares con madres abnegadas y sufrientes. También en esta especialidad Héctor Bates y Audón López obtuvieron grandes logros y una permanente fuente de trabajo. Adalberto Campos logró un clásico radioteatral con El león de Francia. Este autor se aventuró a apartarse de ciertas convenciones, ya que fue el primero en presentar un galán de raza negra o con un muy evidente defecto físico. Estos radioteatros se emitían por radio Del Pueblo, Antártida, Porteña, o Provincia y todos gozaban de una vasta audiencia.
¿Por qué este racconto? Lo he creído necesario para introducir al lector en el camino de mi evocación, ya que estas páginas tratan acerca de personajes reales –tan reales que ellos son mi abuelo Juan y mi tío Alberto– que vivían como una aventura llegar a la Capital para ver en las tablas la fantasía que los había hecho soñar en un libre juego de imaginación frente a la radio de lámparas que tardaban en calentarse.
Vivíamos en Humberto I 3166 en una casa grande con patios de mármol que los sábados, puntualmente, baldeábamos entre todos, zaguán y balcones incluidos. En esa casona –a la que solíamos "lavarle la cara" con una mano de cal cuando se aproximaba alguna fiesta familiar– el lugar que nos reunía era la cocina. Y allí nos anoticiábamos por medio de una carta leída para todos, de la llegada del abuelo y del tío Alberto, que venían a Boedo a ver teatro. Porque, al igual que muchos de nosotros, que vivíamos en la Capital, para ellos también Boedo era "su" centro. Además, por ese tiempo Boedo era algo así como el Centro del sur, ya que entre Independencia y Cochabamba había dos teatros y cuatro cines, lo que no dejaba de ser importante. Así entonces, acodados a la rústica mesa –cubierta por un clásico hule– que estaba cerca de la cocina económica alimentada a leña, nos enterábamos de la inesperada pero siempre grata visita.
El abuelo Juan y el tío Alberto vivían a 200 kilómetros, en Coronel Seguí, un pequeño pueblo que hamacaba espigas sobre la llanura bonaerense. Decir: "Nos vamos a Buenos Aires", siempre despertaba entre los que quedaban un algo de admiración. Además no decían poco: la escueta frase llevaba implícita una doble alegría: la de encontrarse con hijos y nietos, y la que depararía el ir a ver La historia de Juan Barrientos, carrero del 900, pongamos por caso. Y de allá salían, emperifollados, como era de rigor, para el viaje que tanto prometía: traje marrón con rayas blancas, finitas; camisa de cuello impecable; corbata prolijamente anudada, y zapatos para la ocasión en pies que ya antes de viajar estaban extrañando las alpargatas. Abordaban un tren que venía desde Ingeniero Luiggi, La Pampa, entre comisionistas y corredores de cereales, y pasarían por pueblitos que años tras años crecían a lo largo de la línea del Sarmiento. En el andén quedaban saludando los que los habían despedido, mientras el caballo se impacientaba entre las varas de la "jardinera". A las 10 de la mañana llegaban a Once, luego el tranvía 16 los acercaba a nuestra casa. Arribaban con bastante polvo de caminos pero con un fresco olor a campo; cansados, pero alegres porque ya estaban en Boedo, donde verían en vivo a aquellos que los habían emocionado tan sólo con la voz.
Cuando el abuelo despertaba de la siesta, en el momento del mate ritual le entregábamos las entradas que habíamos reservado casi al momento de recibir su carta. Entonces se vestía con el mayor esmero, y salía a la amplitud del patio a fumar su cigarrillo esperando con impaciencia la hora de ir al teatro.
Por entonces muchas compañías teatrales que ponían en escena obras de contenido popular, levantaban siempre algún telón del barrio con sostenido éxito, dada la afluencia de un público en su mayoría de clase trabajadora, que en puestas sin rebuscamientos ni complicaciones escénicas respondía con la admiración y el agradecimiento del aplauso sostenido. Hoy podría decirse que aquellas eran obras olvidables, carentes de trascendencia, de finales previsibles y sin la carga de lo que alguna vez llamamos "mensaje", y seguramente fue así; pero tenían espontaneidad, eran limpias en toda la extensión de la palabra, y lograban sin mayores pretensiones el fin propuesto: divertir con amenidad, ser picantes sin sordidez, convocar a la familia. Claro que Boedo tenía también su teatro serio, de ideas, donde se foguearon muchos que luego fueron grandes actores: el teatro "Florencio Sánchez" –en la esquina de Humberto I y Loria– pionero entre los teatros independientes. Pero mi intención fue evocar tan sólo a aquellos dos nombrados al comienzo, que si bien en no pocas ocasiones montaron obras del repertorio clásico argentino, creo que son más recordados por aquellas de carácter festivo y particularmente por poner en escena muchas de las piezas escuchadas con anterioridad en los radioteatros, como el ya mencionado El león de Francia, o Fachenzo el madito. o ¡Qué noche de casamiento! son apenas tres entre los tantos títulos enmarcados en la pintoresca retórica del sainete con el humor de la sonrisa simple, que durante muchos fines de semana convocaron no sólo a nuestra barriada, sino también a los vecinos de Pompeya, San Cristóbal o Parque Chacabuco, que se acercaban a Boedo para compartir un momento de sana diversión, como les ocurría a mi abuelo Juan y al tío Alberto, que llegaban de muchísimo más lejos, sin hesitar, porque en ellos la aventura teatral comenzaba mucho antes: en el momento en que se decidían a abordar el tren, donde ya pensaban que lo que verían en los teatros "Boedo" o "Nilo", sería un sustancioso bagaje con el que regresarían, para desgranar después acto tras acto, con el familión reunido a su alrededor, la simple trama de una historia ingenua jugada en un escenario donde los actores ya hace tiempo hicieron mutis por el foro, los espectadores dejaron la sala vacía del ecos de sus risas, y un progreso que muy bien no entendimos se negó a encender las candilejas para que prosiguiera la función.
Tres hijos tiene una lavandera: tango, fútbol y carreras; Viuda fiera y avivata busca estanciero con plata,
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Imagen: El actor de radioteatro Mario Amaya, del elenco Chispazos de Tradición, en su personificación de Churrinche. (Ilustración tomada del sitio: monografias.com)

La rubia Mireya


(De Ricardo Llanes)

La versión evocadora del "Café de Hansen", siempre ha resultado inseparable del recuerdo de la rubia Mireya; y puede asegurarse que la imagen de ella forjada por la canción, contribuyó a la renovada, como constante, nombradía del histórico café. Pero, así como existió la desventurada María Ester, heroína del tango "Milonguita" de Samuel Linning y Enrique Delfino, la figura de la rubia Mireya, ¿fue tomada de la realidad o sólo respondió a la imaginación creadora del autor de "Tiempos Viejos"? Deberíamos inclinarnos por esto último después de leer otro de los párrafos de Manolo Castro, el notable cronista fallecido en 1947. "La gente de hoy -escribía- cree conocer el 'Café de Hansen' a  través de  un tango y de una película cinematográfica, cuyo autor confiesa no haberlo conocido"; sin embargo, conocemos un viejo antecedente que nos trae el recuerdo de una mujer que pudo o no tener relación con el "Café de Hansen", pues era bailarina de actuación nocheriega en la primera década del siglo pasado y con idéntico apelativo. Es posible que todavía alguna gente del barrio de Almagro, y en particular aquellas familias que allá por el año 1907 se domiciliaban en la cuadra de Castro Barros al 400, pueda hacer memoria de Margarita Verdier (o Verdiet), a quien unos llamaban "la oriental" y otros "la rubia Mireya". Hija de padres franceses, nacida en el Uruguay y mujer de vida irregular, en la clasificadora lengua del vecindario. Tenía fama de "ave nocturna", entregada al "baile de los compadritos", como por entonces se estigmatizaba al tango.
No podríamos asegurar que el autor Manuel Romero conociera a la Margarita de nuestros recuerdos; pero queremos suponer, dado el asunto llevado por él a la pantalla, que tuvo conocimiento de su existencia como de su drama, pues, Margarita Verdier vivió sus últimos días en un largo acto que tenía mucha semejanza como el epilogado por la protagonista de "La Dama de las Camelias". Y, en consecuencia, se nos ocurre pensar que la Mireya del conventillo que se encontraba por aquellos años en Castro Barros 433, por coincidencia de época, condición y apodo, entra en el ancho escenario de la mitología porteña, para confundirse con la otra corporizada en la creencia popular por el tango que le infundiera vida; no siendo todo, por lo demás, sino leyenda repetida, en la que también figura el "Café de Hansen" después de su tan resonante como atrayente realidad.
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Imagen: Altos de la casa de Castro Barros 433, donde según tradición vivió "la rubia Mireya". (Fotografía de Rubderoliv, tomada en el año 2000).

Barquitos


(De Edgardo Lois)

La piba hacía barquitos. Los hacía con pedacitos de papel que encontraba tirados en la calle. Una vez hallado el papelito se aplicaba afanosamente, la piba sí, era una apasionada, a la metalurgia urbana nacida entre sus dedos largos. La piba era alta, piernas largas, con una manera generosa de llegar, ella y su movimiento; y era piba de andar pariendo barquitos de papel, apenas un detalle entre tantos detalles para ver en las calles de Buenos Aires.
En la calle, el viento raspa de manera considerable.
Día gris, afuera de otoño, y aún más gris dentro de este café ubicado en Corrientes y Acuña de Figueroa; muy Almagro gris en el café, porque en el café estoy mirando por la ventana, siguiendo con la mirada en gris las mujeres hermosas, de esta manera hay momentos en que algo dentro de la memoria se ilumina; viendo la cara de las personas, viendo el movimiento de tantos labios a la hora de hablar. Los que están bien hablan y a su lado hay otra persona, una compañía, un escucha; hablan los que van solos, pero que en una de sus manos llevan un ínfimo teléfono celular; hablan y hablan también aquellos que no tienen compañía ni teléfono. Están mal aquellos que hablan solos, es una suerte que siempre tenga papel en blanco, para que las palabras grises salgan silenciosas y a salvo de miradas.
Fue mirando por la ventana del café que descubrí uno de los cestos plásticos, naranja la vestimenta y con sombrero negro, que el gobierno de la ciudad coloca abrazados a alguna columna de esquina, intentando el milagro, la declaración fundacional, sí, todavía creemos en utopías, al menos en la de la basura en los cestos.
Sobre el sombrero negro del cesto esquinero, siempre suspendidos entre la tierra y el cielo cercano de la ciudad, descubro un diminuto barquito de papel. Salido, sin duda, del astillero que los fabrica con el típico papelito que dan en la vía pública los emisarios de los que compran celulares deslineados o que ofrecen cachorras por quince pesos los quince minutos; así el barquito navegaba en la esquina. Desde cuándo era la pregunta, porque el viento no es poco; y porque es muy raro que alguien que por azar descubra la presencia en la calle no quiera llevárselo a casa, a su marina privada de las cosas encontradas y por tanto tan gratis ellas, o tan sólo revolearlo, porque para qué pondrán, por ejemplo, barcos donde no se debe.
La piba dijo, alguna vez, que sí, que me había leído y que recordaba un texto: Barcos fuera de lugar. Pero en ese tiempo, cuando la lectura, ella ya hacía barquitos.
El barquito sigue sobre el cesto, es una suerte, porque de tan gris es que estoy escribiendo barquitos mientras veo la imagen de la piba, en Buenos Aires, en un café; siempre la veo en cafés. Pensándolo bien, sí la vi en otro lado, en el cementerio de la Recoleta, pero fue en fotos y sobre una mesa de café, entonces no sé a qué viene la aclaración cuando ella estaba tan húmeda en blanco y negro y, sin embargo, la piba no parecía, es decir era la misma expresión decidida, era, como siempre, el rostro de la pasión, pero parecía otra piba, una que no conozco, pero que sin duda me interesaría conocer. Sé de sus adentros, tristes y felices los momentos hacen ronda con cuerda cíclica en la memoria de la piba, así hasta ahora, así siempre será, así en el cielo como en la tierra, la piba será esa que ya es. Anotaba porque ella aparecía tan sugerente en su blanco y negro de cementerio, por momentos un rostro de otra época, por momentos una mujer vampiro que sobre un banco de cemento del Recoleta, atrae, no hay duda, y ofrece, tampoco hay duda.
En la Recoleta no se veían barquitos de papel, porque ella, quizás, pienso, los llevaba puestos y en ese día, no los regalaba.
Una mujer mayor se para frente al cesto, se agacha un poquito, avanza un paso; la imagino cerrando y volviendo a abrir los ojos, se acerca otro paso, ya no tiene dudas, es un barquito, gira sobre sí misma y mira hacia el café, mira como buscando un cómplice para el descubrimiento; nos miramos y desde mis ojos grises le digo, creo que entiende a pesar del viento, que sí, que es así, que es un barquito de papel sobre un cesto de basura y que bien lo sé ya que lo estoy anotando. Después que le dije, la mujer siguió su camino, más tranquila.
La piba pasó por esta esquina, pero cuándo. Miro, en un arranque estúpido, para ver si está en el mismo café; obvio, no, ya estaría a mi mesa. Miro las veredas en ambas márgenes de la avenida y otra estupidez, era imposible que la piba estuviera en las proximidades de la esquina, ¿cuánto hace que miro el barquito de papel desde este ventanal?, una hora, no seas tan estúpido. Pero entonces, por qué el barquito, cómo es que el barquito no ha sido, por lo menos, destronado, hundido, escorado, por el viento y llevado hasta las profundidades de la vereda.
Mi tío me dijo que él mismo fue, toda su vida, un barco fuera de lugar, y ella, la piba, también es barco fuera de lugar.
Me descubrí como barco fuera de lugar cuando me encontré con un barco entre las sierras, iba de paseo, inimputable en mi más pura estupidez turística, cuando encontré el barco entre los árboles, lejos del agua; me dije, lejos del agua y de muchas cosas más, me dije, vos, yo, barco fuera de lugar; así supe.
Ser como barco significa que uno podría ir hacia algún lado, que podría, por ejemplo, flotar, y que hasta podría llegar a algún puerto, hermoso sería llegar a uno de los puertos de Raúl González Tuñón, pero para ello habría que aceptar el agua, estar en el agua, y no porque el agua no sea real, sino porque algunos navegan entre distintos territorios, sólidos territorios que poco tienen que ver con el agua y sí con un sube y baja de plaza entre las felicidades y las tristezas, algo así como estar siempre dejando y estar siempre recibiendo, los días, sus momentos, y sí, sus dudas.
Ella, la piba, me había contado una vez, en uno de nuestros cafés, que hacía barquitos de papel, con papeles encontrados en la calle, y los dejaba en distintos lugares, teléfonos, cestos de basura, pareditas, y en casos especiales, ella llegaba a entregarlos en propia mano.
En Buenos Aires hay una piba que te puede regalar un barquito de papel; a mí me regaló uno, pero en un café, nunca me la encontré en la calle; sólo en el café y en la Recoleta.
Después de pagar mi café y guardarme mi grisura de otoño; luego de cerrar la libretita y tapar mi lapicera roja, salí del café y me acerqué hasta el puerto. No iba a dejar el barquito en medio de esta tormenta de ciudad, me lo llevo, sí, me dije así, me lo llevo, pero cuando lo agarré comprendí el acto desesperado.
El barquito estaba frágilmente pegado sobre una pasada, muy pequeña, de pegamento, como un alto transparente en la senda de un caracol, por eso el viento no se lo llevaba, y entonces, además, el destino haya querido que nadie se lo llevara hasta que yo me acercara; el destino en Buenos Aires a veces está tan fuera de lugar que asusta y alegra.
Cuando se es barco fuera de lugar puede uno en algún momento intentar resistir a la eterna deriva, creo que por eso mi tío sigue viviendo en países extraños, saltando de uno a otro, buscando resistir e intentando cada vez su mejor manera de estar; por eso creo que la piba agrega, a veces, pegamento, como resistencia ante la fugacidad, la fragilidad de las sensaciones en la alta melancolía de los territorios sólidos.
Por esa misma razón creo que sigo pegando palabras sobre las hojas de papel, como resistencia mientras no dejo de ser aquello que descubrí entre las sierras, un barco fuera de lugar, como ella, la piba.

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Imagen: "Barco de papel", óleo de la artista plástica española Maribel Caro.

María "La Vasca"


(De Jorge Larroca)

En la calle Europa, hoy Carlos Calvo, 2721, la casa de baile conocida como de María "La Vasca", fue como un faro tanguero que alumbraba las noches diqueras del viejo San Cristóbal. Aún perdura su fama, hecha leyenda en la eufonía de ese nombre que evoca un Buenos Aires lejano, un Buenos Aires que aunque parezca de museo, nos ha legado componentes emocionales incorporados a la idiosincrasia del porteño.
En esa casita, que aún se conserva con sus altas ventanas a la calle y tiene el encanto de una cancela de hierro forjado entre el zaguán y el soledado patio con jardín de macetas, se escribió noche a noche un capítulo imprescindible de la vida del tango. Por ella pasaron Manuel Campoamor (1), Ernesto Poncio y Vicente Greco. Y allí, una noche de 1897, el moreno Rosendo Mendizábal -en los treinta años de su vida- muy solicitado "por su manera inimitable de tocar milongas en el piano, manejando una mano izquierda generosa de bordoneos" (2), creó esa página clásica y feliz, llamada "El Entrerriano".
Según el testimonio de un habitué -recogido por los hermanos Bates en su obra tantas veces citada- en lo de María "La Vasca" podía bailarse -¡el tango, por supuesto!- "todas y toda la noche, a tres pesos la hora por persona". Concurrían "estudiantes, cuidadores y jockeys y, en general, gente de bien". El testigo de aquellas farras a que aludimos agregó este recuerdo interesante: "El pianista oficial era Rosendo y allí fue donde por primera vez se tocó 'El Entrerriano'. Era una noche en que varios socios del Z Club (3) habían tomado la sala por varias horas de baile; recuerdo que siendo más o menos las 2 a.m. golpearon la puerta, atendió María "La Vasca" y regresó diciendo que eran los jockeys Pablo Aguilera, el famoso corredor de Pillito, Rafael Bastiani y otros más cuyos nombres no recuerdo, y nos pedían que le permitiésemos participar del baile. Gustosos aceptamos y así se bailó hasta las 6 a.m. Al retirarnos lo saludé a Rosendo, de quien era amigo, y lo felicité por su tango inédito y sin nombre y me dijo: 'Se lo voy a dedicar a usted, póngale nombre'. Le agradecí pero no acepté, y debo decir la verdad, no lo acepté porque eso me iba a costar, por lo menos, cien pesos al tener que retribuir la atención. Pero le sugerí la idea de que se lo dedicase a Segovia, un muchacho que paseaba con nosotros, amigo también de Rosendo y admirador; así fue: Segovia aceptó el ofrecimiento de Rosendo y se le puso 'El Entrerriano' porque Segovia era oriundo de Entre Ríos".
Las líneas anteriores reiteran la tradición milonguera de la parroquia. Hablar hoy de María "La Vasca" es remitirse a uno de los altares bautismales del tango, erigido en lo que por entonces era el suburbio sureño de Buenos Aires. Y así como fue cambiando la ciudad, muchos lugares antes famosos se fueron olvidando. Quienes pasan hoy frente a Carlos Calvo 2721, desaprensivamente como ante cualquier casita de barrio pobre, ignoran que hace mucho tiempo tenía allí su imperio indiscutido María Rangolla, mujer de belleza excepcional, nacida en la vasconia francesa.
Merced al gentilísimo testimonio de la señorita Agustina Laperne y de su hermana Margarita, podemos dar hoy, por primera vez, el nombre completo de aquella que fue como una emperatriz del tango en San Cristóbal. Las hermanas Laperne son descendientes directas de María Rangolla, pues su señora madre, Francisca Cassio de Laperne, era sobrina carnal de la célebre propietaria de aquella inolvidable casa de baile de Carlos Calvo casi esquina Jujuy, donde las bailarinas más diqueras, sumaban su embrujo al de los tangos de los grandes músicos de entonces. Gracias a aquéllas todos los gustadores del tango y de su historia conocemos ahora el nombre y el rostro de aquella hermosa mujer, que así como fue de magnífica en su porte, también se distinguió por su carácter bondadoso y por su generosidad.
María Rangolla,"La Vasca", nada material dejó a su muerte porque ese fue su modo de vivir. No pretendemos glorificar personajes. Sólo agregar que ella llevó tras suyo la estela de un nombre identificado con una época de Buenos Aires y del tango. Sus cenizas se conservan en la Chacarita, junto a los restos de los padres de Agustina y Margarita Laperne, pero su fama se mantiene como una leyenda en el corazón de los tangueros de ley.
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(1) José S. Tallón, "El tango en su etapa de música prohibida".
(2) F. García Giménez, "Historia del tango".
(3) El autor de este testimonio, escrito el 13 de julio de 1934 y publicado por H. y L. J. Bates, fue el señor J. Guidobono, fundador junto con el escribano Esteban Benza del Z Club constituido por cuarenta muchachos para realizar un baile mensual para sus asociados únicamente. Esos bailes eran amenizados por Rosendo Mendizábal y su orquesta (piano, flauta, dos violines y dos guitarras). El famoso tango "Don Esteban" de Augusto Berto fue dedicado precisamente al escribano Benza. Y Mendizábal compuso el tango "Z Club" en prueba de afecto a sus amigos tangueros.
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Imagen: Zaguán, cancel y patio de la casa de baile de María "La Vasca". (Foto: Peter Bruschausen; tomada del libro del autor de la nota: "San Cristóbal, el barrio olvidado".

Recuerdos sobre viejos cines


(De Luis O. Cortese)

BOEDO, BALVANERA, CABALLITO Y ALMAGRO
Seguramente, la memoria de los lectores de mayor edad, recordará muchos de estos sitios, de tan grato recuerdo no sólo para quienes gustamos del cine, sino también para los que lo gozaran como la "salida del sábado", cuando éramos menores. Era el cine el esparcimiento que gozaba de mayor importancia, en los tiempos en que la televisión era algo nuevo y no se encontraba tan popularizada como en la actualidad. No existían ni los videos ni el DVD ni el MP3 y tampoco las butacas de las salas eran como las que tenemos hoy en día. Sin embargo, un encanto especial rodeaba la ceremonia de "ir al cine"… En los barrios, las salas cinematográficas eran punto de concentración de la diversión, especialmente de los chicos y las mujeres, como recuerdan tantos autores y nosotros mismos. Eran los de todos los días, los de las tres películas por función, los de las secciones para señoras en horarios vespertinos, los de las películas en serie... Los cines del centro eran diferentes, eran los de "estreno", a los que se accedía pocas veces, los de la salida por la noche, los del fin de semana. Acaso el primero de los cinematógrafos (o biógrafos, como se les decía entonces) conocidos en el barrio de Balvanera, fue el llamado "La "Armonía"  que funcionaba desde antes de 1910 en la avenida Belgrano Nº 3272. Un viejo vecino del barrio, Carlos Caffarena, recuerda en el mismo sitio, muchos años después el cine "Lumière", sala que se denominará hacia fines de la década del 50 "Roberto Casaux", sin duda como homenaje al gran actor argentino fallecido en esos años, y finalmente: "Alas". En ese predio funciona actualmente un local de supermercado. En la misma avenida Belgrano, a la altura de la calle Misiones, aproximadamente, había otra pequeña sala: el cine "Guaraní". Siempre en el mismo barrio, en la década del 40, en la calle Moreno entre Deán Funes y Rioja, existía el cine "Alba", que dependía de la UTA (Unión Tranviaria Automotor). En el año 1933, la Municipalidad aprueba la capacidad del cine "Loria" , ubicado en Rivadavia Nº 3058, entre La Rioja y General Urquiza, cuyo edificio sobrevive utilizado por una secta. Tenía quinientas ochenta y cuatro localidades, distribuidas entre 438 plateas, 119 tertulias y 9 palcos de tres sillas cada uno. También sobre Rivadavia, casi esquina Misiones, se encontraba el "Armonía", catalogado ente sus habitués como de "piojera".
Por esa época funcionaban además el "Almagro", en Rivadavia 3770 y "Los Crisantemos", en Carlos Calvo 3623. En este último cine, como igualmente en otro que existía por ese tiempo en avenida Independencia 3751, se les servía a los espectadores, en su mayoría niños, un capuchino, que se abonaba con el mismo importe de la entrada, diez centavos. Otro cine "Almagro" aparece en los Boletines Municipales. En abril de 1933, se lo sitúa en Rivadavia Nº 3872, con una capacidad total de quinientas cuarenta y siete localidades, que se componían de cuatrocientas plateas y ciento cuarenta y siete plateas altas. También podemos recordar el llamado "Bristol Palace", de Independencia 3618; "Las Delicias", en Independencia casi esquina Colombres; "El Cóndor", en Avenida La Plata 754, más tarde trasladado a la avenida Pedro Goyena al cien, donde se mantiene hasta 1962; y el "Díaz Vélez", en la avenida de este nombre Nº 4153.
Más recientes en el tiempo, pero igualmente desaparecidos, podemos recordar a los que se encontraban en la avenida Corrientes, llamados "Corrientes", en el Nº 3962, que tenía seiscientos cincuenta localidades, distribuidas en cuatrocientas siete plateas bajas, ciento cincuenta y siete plateas altas y nueve palcos de cuatro asientos cada uno; el "Medrano", a la altura del Nº 3976; el "Hollywood", en el Nº 4256, con una capacidad de ochocientas noventa y cinco localidades, distribuidas en quinientos diez y siete plateas, trescientos cuarenta y seis tertulias altas y ocho palcos con cuatro asientos cada uno y por último el "Alcázar", en el Nº 4636 de la mencionada avenida. 
Los de Rivadavia 3636 y 3750, cuyos edificios se conservan, eran el "Palacio del Cine" y el cine "Roca". El primero está transformado en café y sala para recitales -dentro de todo una tarea con cierta relación con el arte-, en tanto el último está ocupado desde hace varios años por una secta. Son los cines que se mantienen como los "importantes" en los recuerdos de quienes vivimos en estos barrios. A ellos se concurría los fines de semana, casi como si se fuera a los del centro, ya que presentaban estrenos en simultáneo con aquellos, transformándose entonces en el non plus ultra de las salidas de nuestra niñez y primera juventud.
También la calle Boedo, importante centro comercial desde principios de siglo, tuvo una cantidad de cines que ya pertenecen al pasado, el "Los Andes", en el Nº 777; el "Cuyo", en el 848; el "Select Boedo" (antes "Alegría", que perteneciera a la firma Auger); y el "Moderno" (antes "Mitre"), en el Nº 937.
El "Nilo", que perteneciera originalmente a la Empresa Gigliotti Hnos., estaba ubicado en Av. Boedo Nº 1063, (U.T. 62, Mitre 5984), donde tuviera –antes de la construcción del cinematógrafo-, su Teatro de Verano el célebre comediógrafo y poeta José González Castillo hacia el año 1917, y previamente a ello, desde 1915, funcionara el Circo Politeama Doria. Este denominado "Cine Teatro Nilo" se inauguró el viernes 8 de marzo de 1929, en una "Función artística en honor y a total beneficio del Club Social Mariano Boedo", con la actuación de la Banda Municipal y la proyección de dos películas, en la primera sección, a las 9-, la "Súper-producción extraordinaria Corazones de Mar". El comentario sobre la película, que no incluye el nombre de sus intérpretes, es muy similar a los que aparecen en las actuales revistas de los sistemas de cable: "En Corazones de mar una de las películas más sentidas que hayamos visto El conflicto de la madre que pierde a su hijo y un pobre huérfano cae arrodillado buscando ocupar el sitio vacío, es de una ternura única. Hemos conocida á ese muchacho huérfano rondando todos cariños calladamente y sin suerte". No hay errores en la trascripción, es exacta.
En la segunda sección, a las 10.-, se proyectaba "¡¡Bésame!! ¡¡Bésame!!", con Ricardo Cortez, Claire Windsor y Alma Bennett, "en 7 actos" y en la tercera sección, encontramos los Números vivos, a las 11.00, que "... irán actuando a medida que lleguen, por actuar en otras salas de la capital". La lista incluía a "Carlos Américo, Cancionista Nacional acompañado por sus guitarristas; Dorita González (La Petit Maizani), Precoz estilista de 6 años; Carelli and Fátima, Excéntricos Musicales y Parodistas; Trío de los campos, Comedias, Parodias y Astrakanadas. El Skech a transformación: Gaviones de Conventillo; Senra-Sanda, Dúo cómico internacional y por último la señora Tania, la fiel intérprete de la canción criolla", por otra parte la única que trascendió hasta nuestros tiempos de este listado casi "anónimo".
Poseemos, como en el caso anterior, gracias a la gentileza del profesor Antonio Pelegrino, nieto del primer propietario de esta sala, algunos ejemplares de El Nilo - Revista Semanal de Cinematografía, a través de la cual la sala hacía la promoción de los filmes que proyectaba. Allí nos enteramos que para esa semana de noviembre de 1931 actuaría como número vivo "Todos los días en Vermouth y Noche – Actuación de la Celebrada Cancionista Nacional – Libertad Lamarque – El gilguero criollo (sic) – Acompañada por sus guitarristas Rivero, Iglesias y Ferrari".
En la zona de Caballito el primer cine instalado fue el "Caballito", en la calle Cachimayo nº 66, perteneciente a la Sociedad Italiana de Socorros Mutuos del barrio, en tanto que en José María Moreno  380 y entre 1911 y 1928 funcionó el homónimo.
Recordamos con nostalgia y mucho afecto, muy especialmente, al cine "Lezica", que funcionó desde 1917 y hasta mediados de la década del 60 en Rivadavia Nº 4629, entre Senillosa y República de Indonesia, sede, con su pantalla pequeña y ya bastante sucio y decadente, de nuestras primeras aventuras cinematográficas, acompañados de los amigos de la niñez, en los últimos años de su existencia en el barrio. En algunas publicaciones se lo ubica erróneamente, en Rivadavia entre El Maestro y Doblas. A diferencia del "Palacio del Cine", el "Roca" o el "Moreno", no era sala de estrenos y se daban por las tardes películas de aventuras y dibujos animados para chicos, acompañados por los infaltables y casi siempre penosos "números vivos" que por disposiciones oficiales debían actuar en los intervalos. Hasta 1930 se llamó "Bernardino Rivadavia" y tenía 382 localidades, entre plateas y un pequeño pullman, y techo corredizo, (que en nuestra época ya no se utilizaba), por otra parte bastante común en los cines viejos.
Cierra sus puertas en 1960 el cine "Primera Junta", de Rivadavia Nº 5338, donde hoy se encuentra la Galería del mismo nombre; en tanto que en Asamblea Nº 179 se encontraba el cine "Sol de Mayo", nacido en 1922 y que desde 1938 hasta su desaparición en 1962 se denominara "Real Palace", con 307 plateas, 57 tertulias y 32 palcos. Sobre avenida La Plata al 700, donde hoy se encuentra la sede de la Asociación Obrera Textil, funcionó el "Cine del Plata", que cerrara sus puertas en el año 1936.
En el año 1927 se instaló en Pedro Goyena Nº 1372 el "Cine Teatro Goyena", que cerrará sus puertas en 1955 y cuyo edificio se demolió en 1993. En ese mismo año de la década del 20, en la avenida San Martín 1928 se inauguraba el "Sena", que cerró sus puertas en 1963.
En 1928 se inauguró el cine "Real Star", en Rivadavia Nº 5456, que desde 1943 y hasta su cierre en 1962 se denominó "Astro", con 561 plateas y 88 pullman, donde hoy funciona la galería comercial del mismo nombre.
El año 1929 fue el de la inauguración de seis cines en la zona, el "Río de la Plata", que perdurara hasta 1969 en Av. Gaona Nº 1002/7; el "Sevilla", en Donato Álvarez Nº 1545, cerrado desde 1943, y renacido entre 1962 y 1965 como "Lorena"; el "Asamblea", que se mantuvo hasta 1967, en avenida Asamblea Nº 819/21, el "Florencio Parravicini", que sobrevivió hasta 1969 en avenida San Martín Nº 1851; el "Carlos Pellegrini", que naciera en avenida Díaz Vélez Nº 5370 para trasladarse en 1935 a Gaona Nº 1352, hasta su cierre en 1970.
El único edificio dedicado al séptimo arte que continúa funcionando como tal desde 1950, es donde se encontraba el cine "Moreno", en Rivadavia Nº 5050. Transformado en su nombre y en su estructura, ahora se achicó en dos salas pequeñas, ubicadas en los altos, las "Lyon 1" y "Lyon 2". En tanto la antigua platea se ha utilizado para la instalación de la sucursal de una conocida cadena de librerías.
Durante los primeros meses del año 1998 se han inaugurado ocho salas en la avenida La Plata, entre Rivadavia y Chaco, de pequeñas dimensiones, como eco de la nueva vigencia que este medio audiovisual está reconquistando en las preferencias del porteño. De moderna concepción arquitectónica, dan con su nueva presencia una opción de diversión y entretenimiento de las que carecían los barrios de Almagro y Caballito. En el año 2006 en Rivadavia entre Acoyte e Hidalgo se abrieron nuevas salas, pertenecientes a una conocida cadena. Esperemos que estos nuevos aires del cine se mantengan en el tiempo y que no tengamos que lamentar, en el futuro, la desaparición de estas instalaciones, dotadas todas ellas de los mejores elementos técnicos existentes en la actualidad.
Fuera del circuito comercial, conservan cines en funcionamiento el Club Italiano, en Rivadavia Nº 4731 y el Colegio Monseñor Sabelli, en Víctor Martínez Nº 52, si bien este último está reconocido oficialmente por el Instituto Nacional de Cinematografía, con el nombre de "Caballito".
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Imagen: Cine "La Armonìa", de la avenida Belgrano 3272, donde luego estuvieron, sucesivamente los cines "Lumière", "Roberto Casaux" y "Alas".

Luis A. Huergo o de cómo Buenos Aires perdió el río


(De Diego Ruiz)

Cada vez que visitamos Montevideo nos maravilla la perfecta integración de esa hermosa ciudad con el río; ya desde el Cerro, si arribamos por tierra por la ruta 1, son visibles la traza urbana y, especialmente, la ciudad vieja enmarcadas en la bahía. Y cada vez que lo hacemos lamentamos cómo Buenos Aires perdió el río, cómo una ciudad que nació como puerto le dio las espaldas a su propia razón geográfica –para bien o para mal– y levantó una barrera arquitectónica que hoy día, especulación inmobiliaria mediante, se está multiplicando como una Manhattan del subdesarrollo.
Pero esta historia viene de lejos, pues es sabido que desde su fundación hasta bien avanzado el siglo XIX la ciudad-puerto no tuvo puerto. Durante casi trescientos años los barcos mercantes atracaron en el Riachuelo y los de pasajeros frente a la ciudad, en lo que se llamaban “balizas exteriores” y eran en realidad los “pozos” naturales que formaba y forma un río del cual desconocemos –o directamente, no tiene– régimen previsible. En uno de estos pozos, ubicado donde hoy está el edificio de la Armada, libró una batalla Guillermo Brown mientras los porteños asistían al espectáculo cómodamente instalados en sus terrazas, y en estos pozos se apostaron las escuadras británicas que saludaron con cañonazos el 25 de mayo de 1810 o bloquearon a Buenos Aires durante el gobierno de Rosas. Pero decíamos que en estos pozos anclaban los buques de pasajeros, y aquellos viajeros debían transbordar primero a una ballenera –una especie de lancha grande– y, más cerca de la orilla, a unas carretas de grandes ruedas que, después de mojaduras, incomodidades varias y aún algún chapuzón, los depositaba en tierra.
Muchos proyectos existieron, desde la época de Rivadavia, para crear un puerto adecuado, entre ellos los del ingeniero Bevans cuyo nieto, Carlos Pellegrini, va a ser quien inaugure Puerto Madero. Pero recién en 1855 la Buenos Aires secesionada de la Confederación Argentina construyó, frente a la bajada de la actual calle Perón, el Muelle de Pasajeros y, detrás del demolido Fuerte, la Aduana del ingeniero Taylor con su muelle de carga. Se agregó más tarde, a la altura de la bajada de Viamonte, el llamado “muelle de las Catalinas” con sus depósitos, empresa privada en la que participaba el futuro intendente Seeber, pero con el tiempo todos fueron quedando chicos. Buenos Aires, ya como cabeza de la Nación, se había volcado –como forma de integrarse al mercado mundial– a un proyecto totalmente agroexportador que funcionaría hasta la crisis de 1929 y necesitaba un gran puerto para canalizar sus exportaciones de carne y cereales. Y aquí, en realidad, empieza nuestra historia, pues en 1882 el comerciante Eduardo Madero regresa de Londres con un proyecto de obras portuarias que, impulsado por Pellegrini en el Congreso, es aprobado en desmedro de otros más antiguos como el del ingeniero Luis Augusto Huergo. Este, nacido en 1837, había recibido el primer título de ingeniero civil expedido en el país por el Departamento de Ciencias Exactas de Buenos Aires, el 6 de junio de 1870, con una tesis sobre las vías de comunicación y apenas recibido viajó a Europa, enviado por el gobierno, para contratar 118 puentes que luego instaló en nuestro país y el primer tren de dragado para el Riachuelo. Reseñar todas sus obras excedería esta columna, pero entre otras estudió la canalización de los ríos Tercero, Cuarto y Quinto de Córdoba, proyectó y construyó el ramal de 700 km del Ferrocarril Pacífico desde Buenos Aires hasta Villa Mercedes (San Luis), proyectó el dique comercial de San Fernando y construyó anexo al mismo el primer dique de carena del país, formuló proyectos –y muchos los concretó– portuarios, de irrigación, de canalización, de minería y fundición, de obras sanitarias en varias provincias y hasta en Montevideo y Asunción del Paraguay. En 1876 fue designado, por concurso, director de las obras del Riachuelo y presentó en 1880 un proyecto de puerto con un solo canal de acceso y una serie de diques en línea, que se irían construyendo a medida que fueran necesarios hasta llegar a aguas hondas. Para esto proponía como emplazamiento la desembocadura del Riachuelo y parte de lo que ahora es la Dársena Sur y la usina eléctrica. Pero, como decíamos, Madero presentó “su” proyecto que venía con el apoyo de compañías y capitales ingleses y, en consecuencia, ganó la puja. Lo que en realidad traía Madero era el modelo del puerto de Londres, ciudad atravesada por el Támesis, y no otra cosa fue lo que se construyó, creando un río artificial mediante el rellenado de terrenos desde la barranca de Paseo Colón-Leandro Alem hasta la actual avenida Tristán Achával Rodríguez y la excavación en la tosca de cuatro diques y dos dársenas longitudinales, cubriendo el frente de la ciudad desde el Parque Lezama hasta el actual Retiro.
Al enterarse de la adjudicación del proyecto a Madero, Huergo renunció como director de las obras del puerto y entabló una polémica pública que dio como resultado los dos gruesos tomos de Leyes, decretos, resoluciones y otros documentos referentes al puerto de Buenos Aires que imprimió Jacobo Peuser en 1897 y hoy constituyen una fuente histórica y técnica invalorable. Continuó, igualmente, su actividad profesional y académica como intendente general de Guerra, ministro de Obras Públicas de la provincia de Buenos Aires, profesor y decano de la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales; delegado al Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires, presidente y miembro de numerosas empresas privadas –entre las cuales fundó el Expreso Villalonga–, fundador y presidente de la Sociedad Científica Argentina, presidente de la Sociedad de Ingenieros Civiles, del Centro Argentino de Ingenieros y, al final de su vida, presidente de Y.P.F. desde 1910.
Lo interesante es que tanto Huergo como Madero pertenecían a la Logia Confraternidad Argentina Nº 2, desde 1863 y 1865, respectivamente, destacándose nuestro personaje también en este terreno, pues ocupó altos cargos e integró, entre 1869 y 1889, la comisión edificadora del Templo Masónico de Perón 1242. Asimismo perteneció a la Sociedad Masónica Filantropía Argentina e intervino en 1865 en la creación de una Escuela de Artes y Oficios, proyecto interrumpido por la guerra del Paraguay que en 1868 retoma el gobierno de Sarmiento creando el Asilo de Huérfanos y, como anexo, la mencionada Escuela, adquiriendo para ello el terreno comprendido entre las calles Méjico, Independencia, Saavedra y Jujuy.
Luis Huergo falleció en 1913 y recibió, a lo largo de las décadas, numerosos homenajes. Se le erigieron monumentos, se dio su nombre a un colegio industrial y a la larga avenida que limita el puerto pero –valga la paradoja– debió compartir con Eduardo Madero. Dentro de todo, quizá sea justicia que su tramo, desde Rivadavia, corra hacia el sur, hacia La Boca por la que tanto trabajó y donde proyectó la obra portuaria que no nos hubiese robado el río. Como colofón: Huergo proponía también un sistema de dársenas “en peine” en lugar de los muelles longitudinales; en 1900, a ocho años de su finalización, el Puerto Madero ya era obsoleto para recibir a los grandes cargueros y en 1913 debió encararse la construcción del “Puerto Nuevo”... con el sistema que proponía Huergo.

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Ilustración: Foto de Luis Augusto Huego.

Roberto Goyeneche



(De Alberto González)

Bodegón de anteayer, la pilcha negra,
en la zurda la copa, el quinto faso.
Parado al mostrador, de gola envuelta
bajo la seda de un pañuelo blanco.

Esquina de Saavedra donde el torcan
recalaba de simple parroquiano,
cuando la noche ya doblaba el codo
y el último vecino se iba al mazo.

Minga entonces de Sur o de Malena,
que aquello era de faina y de quebracho.
Humo y hollín, fútbol y carreras,
y algún curda que otro en el estaño.

A fuerza de reloj pasaron lunas,
cielos de otoño, raje de los años;
y un día -qué se yo- se hundió el boliche
en la chatura fantasmal del barrio.

"San Quintín" de anteayer, bajo sus restos
por ahí anda la copa, el quinto faso.
Y ese tango fulero que chamuya:
Murió el cantor, se las tomó El Polaco.
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Foto de Roberto Goyenche (Tomada de: eltangoysusinvitados.blogspot.com) 

29 sept 2010

De la palabra zanahoria


(De Luis Alposta)

Contaba Raúl Castagnino que en la esquina de Tucumán y Libertad, donde actualmente funciona la escuela "Julio A. Roca", existía, hace ciento cuarenta años, un circo, propiedad del señor Giuseppe Chearini. Hombre activo, el propietario del circo estaba permanentemente en la búsqueda de nuevos números para su espectáculo.
Siempre con la misma inquietud, Chiarini viajó a Estados Unidos, donde contrató un número ecuestre con caballos blancos. A su regreso, pasó por México, en momentos en que acababa de ser fusilado el emperador Maximiliano. Corría el año 1864. Días después, los juaristas procedieron al remate de todos los bienes existentes en el palacio imperial. Chearini compró entonces las libreas de los lacayos de Maximiliano, confeccionadas en paño de color ladrillo, y las trajo a Buenos Aires.
El debut del número de los caballos blancos coincidió con el estreno de las libreas adquiridas en México, las que fueron vestidas por los peones del circo.
En esas circunstancias, en plena función, los caballos ensuciaron la pista y los peones, quizás impresionados por el vestuario que habían estrenado, no se decidían a limpiarla. En ese momento, saltó la chispa porteña y se escucharon los gritos de: -"¡Limpien la pista, zanahorias!"-. Desde entonces, en Buenos Aires, se mencionó zanahoria a la persona distraída o medio tonta cuando, en realidad, su origen estuvo referido al color de las vestimentas de los peones del circo de Chearini.
Y, cosas del lenguaje popular, lo notable es la vigencia de esta palabra que, hace ciento cuarenta años, nació entre nosotros con la espontaneidad de un estornudo.
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Imagen: "Payasos", óleo de Enrique Larrañaga.

Villa Santa Rita


(De Hugo Corradi)

Al norte del pueblo de Flores, a una legua escasa, cruzando el arroyo Maldonado, se encontraba en formación, a fines del siglo XIX, un paraje constituido por chacras y hornos de ladrillos llamado Villa Santa Rita.
La denominación tenía por origen una pequeña imagen de la santa, venerada por los vecinos en un oratorio particular existente en una de las numerosas quintas, el cual se fue haciendo muy mentado en el pago y en Buenos Aires. Con referencia a la instalación de capillas particulares en quintas o chacras de vecinos importantes, don Rómulo D. Carbia cuya obra (1) ya mencionáramos, consigna la siguiente información: "Dada la gran pobreza de los moradores, las capillas y oratorios particulares se multiplicaron de una manera asombrosa, sobre todo a partir del siglo XIX, hacia la parte oeste de la provincia".
Los terrenos en los cuales, entre 1887 y 1890, se fue formando Santa Rita habían pertenecido a doña Juana Ramos de Garmendia, fraccionándose en esos años y abriéndose varios callejones que en un principio fueron numerados para poder distinguirlos, y luego, en 1893 pasaron a designarse como calles Dugness, Vírgenes, Monte Egmont, Deseado, San Julián, San Matías, Camarones, San Blas, Médanos e Indio. Hacia el Oeste todas ellas terminaban en un largo camino -hoy calle Concordia-, donde comenzaban los campos de don Vicente Zabala. En realidad, se trataba de una gran chacra que ocupaba la zona comprendida entre el arroyo y las calles Concordia, Álvarez Jonte y Segurola. Sus potreros se fueron urbanizando muy lentamente, aún en  este siglo (2) y hasta hace pocos años (3) se podían ver enormes baldíos en la zona. Parte de ella pasó a don Manuel Rocca, quien donó los terrenos situados en el ángulo noroeste, donde se construyó el Preventorio Rocca y el barrio de casas municipales Saturnino Segurola, en 1928.
Al comenzar el siglo (4) las quintas de Villa Santa Rita sumaban aproximadamente un centenar, siendo la más extensa la perteneciente a don Juan Gregorini, que contaba con unas doce hectáreas, en tanto que las demás poseían de una a dos solamente. Todas eran trabajadas como tambos, hornos de ladrillos o alfalfares, siendo en esos años constantemente subdivididas, al punto que cinco años más tarde, en 1905, ya estaban abiertas todas las calles actuales; en cambio, la población y edificación eran todavía escasas. A la altura de Álvarez Jonte y Emilio Lamarca existía otra chacra grande, famosa por su majestuoso bosque de eucaliptus que dio nombre al paraje: el monte Spinetto. Estos lugares perdieron su ambiente rural después del Centenario, formándose modestas barriadas obreras que se han ido transformando continuamente, hasta la actualidad, en que ha desaparecido todo rastro de lo que fueron no hace muchos años.
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(1) Rómulo D. Carbia: "San José de Flores. Bosquejo histórico", 1906.
(2) Se refiere al siglo XX.
(3) El libro de donde fue extraída esta nota se publicó en 1969.
(4) Se refiere al siglo XX.
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Imagen: Calle del barrio Villa Santa Rita.

El edificio Cavanagh


(De Ricardo M. Llanes)

Equilibrado dentro de sus líneas severas; desprovisto de ornamentos exteriores y a pocos pasos del Plaza Hotel, señala media centuria (1) en la estilística arquitectural de Buenos Aires. El gobelino de piedra no sugestiona aquí por su hermosura clásica, pero impone por la fuerza moderna de su gigantismo. Reveladores de tal concepto son estos datos que corresponden al proceso de su construcción:
Su altura es de 120 metros 35 centímetros, desde el nivel de la vereda hasta el vértice del mástil. En 1954 era el edificio más alto de Sudamérica, y el más alto del mundo en su estructura de hormigón armado. La superficie del terreno mide 2.400 metros cuadrados; la superficie edificada, 25.000 metros cuadrados; y el volumen del edificio, 90.000 metros cuadrados.
Su peso, considerándolo completamente habitado y con su carga máxima, llega a 31.000 toneladas. Tiene 5 escaleras verticales con 1.700 escalones; y 12 ascensores rápidos, los que recorren 690 metros lineales, con 200 paradas. Sus pisos suman más de 30; y tiene 105 departamentos para un número superior a 1.000 personas. Estos departamentos constan de 2 y 10 habitaciones. En la estructura de hormigón se utilizaron alrededor de 1.600 kilómetros de barras de hierro, es decir, la distancia entre Buenos Aires y Asunción del Paraguay.
El total de cañerías empleadas para la distribución de agua, vapor, desagües y conductores eléctricos, alcanza a 90 kilómetros, la distancia entre Buenos Aires y Zárate. La instalación eléctrica podría abastecer una ciudad de 80.000 habitantes. El equipo refrigerante del acondicionador de aire podría producir hielo para una ciudad de 75.000 habitantes. Para los trabajos de este edificio se abonaron alrededor de 2 millones 300 mil pesos en concepto de jornales; y para conducir desde los puntos de fabricación o extracción, el total de 23.000 toneladas de materiales empleados, se ocuparon cinco mil viajes de camión o chata. Puestas una detrás de otra, ocuparían una extensión de 30 kilómetros. Los impuestos que se abonaron entonces (1933-1936) para erigir este edificio, alcanzaron la suma de 180.000 pesos, la más alta contribución pagada en el país por un solo edificio. El costo total de esta obra, incluyendo el terreno, importó m$n 3.416.823.50. El edificio se habilitó el 3 de enero de 1936, y fueron sus arquitectos los señores Sánchez, Lagos y de La Torre, quienes trabajaron con el concurso de la Empresa Argentina de Cemento Armado (E.A.C.A.), de los ingenieros Luis Garbarini, Ernesto Mauer y Roberto Gorostiaga, y la Empresa  Constructora de Rodolfo Cerini, siendo en ese entonces la estructura en cemento armado más alta del mundo.
Esta magna obra, que hizo posible para nuestro país el récord en altura, en vertical arquitectónica, fue realizada por el entusiasta empeño de una animosa mujer, la distinguida señora Corina Kavanagh, que quiso brindarle a la calle Florida el más colosal adorno de la moderna arquitectura, frente a la Plaza San Martín.
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(1) Este trabajo se publicó en 1969.
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Imagen: Fotografía del edificio Cavanagh en 1940.
Tomado del libro: "Dos notas porteñas (la plaza y la manzana)", al igual que la fotografia.

28 sept 2010

Poema


(De Raquel Bulit)

Buenos Aires. Campanario de brumas,
goterón deshilachado de la lluvia
sobre
la palidez esférica del barrio.
Un hombre, camino solitario,
dibuja el sonido de sus pasos
sobreelalquitranadosilenciodelasfalto.
Portafolio de tango,
compromiso de sueños,
una ciudad lloviéndole los hombros
mientras su corazón
palpita
calle abajo.
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Imagen: Cuadro sin mención de autor. (Tomada del blog: La blog del pueblo).

Plazas y parque de ayer


(De Mario Tesler)

Al recorrer las calles de Buenos Aires, sus plazas, sus parques, de pronto aflora develar el interrogante respecto a si todo es así desde siempre o hace tiempo. En rigor a la verdad últimamente se han producido algunos cambios sobre los cuales el día de mañana se podrá hacer una adecuada ponderación. De lo anterior venimos malconservando lo realizado con tezón desde el siglo XIX hasta el presente.
Cuando se inauguró el Parque 3 de Febrero, allá por el año 1875 (y pasó a dominio municipal en 1888), solamente existían muy pocos espacios destinados a paseos públicos, hablando con eufemismo. Si hoy nos quejamos y con razón, de la falta de reforestación de nuestros parques y plazas, los de antes eran poco menos que baldíos.
Por aquella época se contaba con la que hoy es Plaza de Mayo, la Plaza San Martín (llamada de Marte), el Paseo de la Paz (hoy Recoleta) y las actuales Plaza Lavalle, Plaza Libertad, Plaza Miserere, Plaza Lorea, Plaza Vicente López (otrora Plaza 6 de Junio), Plaza España (ayer Plaza de los Inválidos) y las plazoletas Concepción y Montserrat (hoy desaparecidas), más algunas dos o tres que no he podido determinar bien.
Es, entonces, a partir del año 1875 cuando las autoridades decidieron y se empeñaron en dar a la ciudad algunos predios con miras a florecer, en un futuro perentorio, lugares para solaz de la población y contribuir a su embellecimiento edilicio.
Al Parque 3 de Febrero le siguió el Jardín Botánico, la adquisición del Parque Lezama y luego el Parque Saavedra, ambos en 1894, después el Parque Bernardino Rivadavia (que más tarde cambió de nombre) y así sucesivamente.
Estos lugares fueron cuidados y paulatinamente adquirieron identidad propia. La dimensión otorgada, su diseño (paisajísticamente hablando), las obras de arte (y algunas afrentas al arte y a la historia) que se fueron alzando, confirieron a cada uno ciertas características. Sin embargo dos factores influyeron mucho más en esta espontánea particularización: la accidental ubicación y el perfil de su concurrente medio.
Por ejemplo, la Plaza de Mayo, se mostró desde tiempos remotos, como escenario de la civilidad; con el tiempo se convertirá en rival de la Plaza Congreso en el diario afecto de los niños hacia las palomas. A medida que los palacetes y las casonas señoriales son reemplazadas por los departamentos, la Plaza Vicente López de manera cotidiana será un desfile de niñeras en servicio y sirvientas paseando perros (a tal punto que el intendente Montero Ruiz la escogió para instalar el primer baño exclusivo para ellos). En cambio Plaza Italia es, desde hace décadas, campo para la conquista fácil o el pecado con tarifa.
A pesar de esta tipificación rígida para algunos benevolentes, existió (o ya están en franca vía de extinguirse) una serie de personajes comunes en todas las plazas y parques. Su presencia inevitable los fue confundiendo con la flora y terminaron integrados al paisaje. Para aquellos que llegamos más que a conocerlos a disfrutarlos observamos con un dejo melancólico sus ausencias; como si el vandalismo se hubiera adueñado con prepotencia de los parques y plazas para mutilar los más bellos o los más queridos ejemplares de su flora. Ellos fueron; el vendedor de barquillos, el organillero, el pizzero, el vendedor de juguetes y el fotógrafo o chasirete, más los barrenderos o musolinos con su tarea periférca.
También existió el guardián, pero de ése prefiero no acordarme. Entre el común se hizo popular por antipático. Supongo que nadie lo ha olvidado. Hoy lo aceptaría y lo respetaría pero no lo encuentro. Es uno de los tantos males necesarios. Los porteños somos hijos del rigor: caminamos sobre el césped, porque un cartel indica lo contrario y nos lavamos las manos en los bebedos porque está prohibido.
De los personajes que fueron atracción en plazas y parques, sólo la presencia o no del fotógrafo siempre se relacionó con el paisaje y demás elementos ornamentales. Éste se procuraba instalar en el marco adecuado, para estimular el requerimiento de los interesados potenciales: un conjunto de árboles y arbustos, un cantero florido, la fuente o el pequeño lago, una estatua o el gran monumento fueron sus mejores aliados. Por eso es que el fotógrafo aparece en nuestros parques y plazas en el ocaso del siglo XIX, cuando los predios recién van adquiriendo características tales. Pero el fotógrafo no fue oficio que entusiasmara al criollo, inclinado hacia otras actividades. De manera tal que fue necesario aguardar el florecimiento de los árboles y plantas cultivadas, la erección de estatuas y monumentos, pero también el arribo de los inmigrantes dedicados a esa actividad.
Todos estos personajes recordados dieron al parque y a la plaza, atracción, magnetismo, motivo para su periódica concurrencia. Además no había muchos otros medios de distracción y los existentes no estaban al alcance de la mayoría.
La plaza en la antigüedad media sirvió para otros menesteres. Era el lugar de reunión del pueblo. En la plaza se saludaba a los ejércitos cruzados, se anunciaban las medidas gubernamentales por medio del bando que les leía el pregonero. En la plaza se ajusticiaba. En la plaza se proclamaba.
De todo aquello y hasta no hace mucho tiempo, sólo perduró su empleo para los actos partidarios y la prédica religiosa de los cultos cristianos protestantes. Estos y aquellos ahora usan los medios auditivos, los visuales, y ya se entró en la etapa del abuso de los medios audiovisuales. Todos mal calificados de medios de "comunicación" masiva. Cuando la concurrencia está asegurada se convoca a la grey a los estadios deportivos.
Hoy las plazas y también los parques, podrían servir no sólo para reunir espectadores pasivos a recitales artísticos sino para opinar y dialogar, mejor dicho para la verdadera comunicación. Pero algunos no quieren y a los otros no los dejan. Se continúa con resignación en la estrechez de las viviendas, que en buena parte no lo son. Las plazas y los parques se dejaron de usar por considerarlos tierra de nadie, sin advertir que son propiedad de la comunidad. La realidad muestra que es necesario recuperarlos.
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Imagen: Visión nocturna de la Plaza Vicente López.

El barrio que casi fue villa


(De Mario Sabugo)

Breve historia, en cinco capítulos, de un pedacito de la urbe.
El Capítulo uno es en 1957: El 1º de enero, alrededor de las 13.30, estalla un calentador a querosén y se incendia la villa de emergencia  de Saavedra, que estaba a lo largo de la calle Ruiz Huidobro. Quedan destruidas unas 500 casillas de madera, chapa y papel alquitranado. Los habitantes van a parar a las estructuras inconclusas del albergue Warnes. Rápidamente, diversas entidades públicas y privadas toman carta en el asunto. Se suceden las reuniones y ya el día 14 de enero la Municipalidad expropia terrenos próximos a la villa quemada para realojar a los damnificados. El barrio se construye en poco más de un año, dentro de un plan del Banco Hipotecario que incluye otros similares en La Matanza, Caseros y Lugano.
Capítulo dos, 1958: El barrio, denominado Presidente Mitre, se inaugura parcialmente el 26 de abril, adjudicándose las unidades terminadas. Según diarios de la época, las casas son "de aspecto alegre y acogedor". Un detalle: las viviendas se otorgan en alquiler. Otro: no se había hecho la ceremonia de la piedra fundamental, ya que las autoridades no desean publicidad antes de concluir las obras.
El Barrio Mitre queda entre las calles Posta, Vedia, Melián, Ruiz Huidobro y los terrenos de la Philips sobre la General Paz. Tiene 324 unidades e incluye un "hueco" central destinado a plaza. Las manzanas son angostas (a la manera de los barrios de "casas baratas") dando numerosas calles longitudinales que han sido parquizadas y que funcionan más como patios comunes que como circulaciones vehiculares, aunque se observa uno que otro auto estacionado. El escueto ancho de estas calles es digno de estudio (¡atención los Kriers vernáculos!), con lo que no se diga que tal "medida" sea sutileza de los proyectistas, sino el efecto impensado de su vocación reductora. Las casas, dispuestas en planta baja, disponen de terreno libre adelante y atrás. Sumando que están hechas en ladrillo, facilitan las reformas y adicciones.
Capítulo tres, 1974: El Banco Hipotecario ofrece a los locatarios adquirir la propiedad de las viviendas. Los inquilinos pasan a ser dueños y, lógicamente, se estimula todavía más la natural tendencia a las mejoras. Las casas crecen, tanto al frente (ampliando el estar o agregando un dormitorio) como al fondo (baños, cocinas, aleros diversos). Aparece el inagotable arsenal decorativo popular, que va individualizando cada sector y cada casa empleando rejas, cerámicas, plantas, balaustradas, imágenes, cercos, muebles de jardín y adornos de toda clase. Mientras que los árboles -y su sombra- se agrandan, el barrio va enriqueciéndose por obra de la gente, dentro de las ganas y recursos de cada cual. Vivir en el barrio se valora debidamente teniendo casa propia, jardín, cercanía a los transportes y -salvo gas natural- todos los servicios. Las cosas no iban tan mal, pero "ahora viene lo mejor"...
Capítulo cuatro, 1977: Por Ordenanza 33.652, el Barrio Mitre es declarado "villa de emergencia". La Municipalidad -y sus asesores técnicos- sostienen que las unidades "no tienen las dimensiones minimas del código", que la construcción "es precaria", que su estado "es obsoleto" y que, en fin, "no alcanza el mínimo de habitabilidad compatible con las exigencias de la ciudad. Asimilado el barrio a una villa, queda por consecuencia sujeto a erradicación. Un nuevo siniestro se cierne sobre el barrio, pero ya no originado en calentadores a querosén, sino en la particular concepción urbanística que campeaba por entonces en Buenos Aires.
Capítulo cinco, 1984: El barrio pudo zafarse de la ordenanza-catástrofe. Sin embargo, en las razones de la misma había algunos datos reales: nada es completamente mentira. En algunos dormitorios, poner las camas impide cerrar las puertas. Los baños son apenas de inodoro, lavabo y ducha. Las cocinas, apenas una mesada agregada en un lado del estar-comedor. Desde luego, el barrio no es ni fue nunca  una villa, sobre todo por el trabajo y el cariño volcados allí por sus habitantes, superando lo poco que se les dio al comienzo de esta historia.
Estos son los curiosos problemas de nuestra arquitectura, B.H.N. incluido. Que los barrios futuros, veinte, o cuarentra años después, no corran, no puedan correr una suerte parecida.
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El barrio Presidente Mitre (Foto tomada del sitio: Panoramio). 

27 sept 2010

El fileteado porteño


(De Alfredo Genovese)

En la extensa definición de la palabra Filete que figura en el diccionario encontramos lo siguiente: m. (del latín filo = hilo), lista angosta en molduras / línea fina para adornar dibujos / remate de hilo enlazado en el canto de ropas / pequeña lonja de carne magra o pescado sin raspas.
De estas cuatro definiciones, la segunda es la que más conviene a nuestro tema y para reforzar su significado, siempre con la complicidad del diccionario, encontramos que la palabra Filetear se define como “adornar con filetes”.
Entonces, parece que esta idea de “hilo decorativo” sirvió para inspirar en Buenos Aires la denominación de una práctica que se llamó Fileteado porteño. Comencemos por definir lo que en esa ciudad se entiende por un fileteado: es una decoración que se practica sobre un rodado -cualquiera fuere- compuesta por dos elementos: un breve mensaje escrito, y/o un mensaje icónico realizado en vivos colores con formas propias y definidas. Ambos elementos pueden estar juntos, y cuando es así generalmente el mensaje escrito está contenido en el icónico.

NOTICIA BREVE ACERCA DEL FILETEADO PORTEÑO
El fileteado porteño es un arte decorativo y popular que nace en Buenos Aires a principios del siglo XX. Tuvo su origen en las fábricas de carros, donde los primeros maestros del oficio lo desarrollaron entusiastamente hasta enriquecerlo plenamente en forma y colorido. Durante más de medio siglo los carros de la ciudad lucieron esta original decoración que más tarde fue heredada por los camiones y los colectivos.
Por ser un arte popular, el fileteado está escasamente documentado. No hay una fecha exacta que marque su inicio ni tampoco se conoce  un primer fileteador iniciador del género. La historia elemental del fileteado está hecha a base de la recopilación de testimonios memoriosos que, rescatados milagrosamente al olvido, llegan hasta nosotros a modo de genealogía (muy cercana a una mitología).
Coinciden los testimonios en que los pioneros de este arte fueron inmigrantes italianos que trabajaron en las fábricas de carros quienes pintaron los primeros ornamentos sobre las nuevas unidades que de allí salían. Inicialmente se trataba de una simple línea que separaba dos colores diferentes en los costados de los carros, que más tarde dieron lugar a la incorporación de nuevos elementos decorativos que fueron conformando un repertorio. Los tres primeros fileteadores que se conocen fueron Salvador Venturo, Vicente Brunetti y Cecilio Pascarella.
Según el testimonio de Enrique Brunetti, fue su padre, Vicente, el primero que aplicó un color alternativo al gris “municipal” que se usaba siempre en los flancos de un carro, dando así el primer paso de toda la decoración que luego se desarrolló. Cecilio Pascarella se caracterizó por incorporar a los carros las leyendas escritas con letras góticas, que en la jerga filetera se llamaba “ergóstrica”, imitando a los costosos letristas franceses de la época. Y Miguel Venturo, hijo de Salvador, fue el que diseñó por vez primera las flores características del género además de incorporar toda una serie de nuevos elementos decorativos.
Distintos gremios trabajaban en la construcción de los carros dentro de un mismo taller, los carpinteros construían la caja y las ruedas con maderas duras, los herreros colocaban y niquelaban las partes metálicas, los pintores “de liso” preparaban los colores de fondo y finalmente llegaba el turno al fileteador. Este decoraba el carro según las posibilidades económicas y el apuro que tuviese su dueño, siguiendo las instrucciones que se pactaban a gusto del cliente. Cada carro constituía una obra muy elaborada, producto de la suma del trabajo paciente de los diferentes artesanos que necesariamente intervenían en su construcción.
El fileteado fue desarrollándose velozmente hasta adquirir elevados niveles de riqueza y complejidad; desde aquel primer chanfle pintado por Brunetti de un color diferente al gris reglamentario, a las finísimas alegorías de Carlos Carboni se habían incorporado numerosas técnicas y elementos decorativos que fueron conformando un  repertorio que lo convertían en un  género único y diferente de cualquier otro conocido hasta entonces. Es característico en su tratamiento: 1) el alto grado de estilización, 2) la preponderancia de colores vivos, 3) la marcación de sombras y claroscuros que crean fantasías de profundidad, 4) el preferente gusto por la letra gótica o los caracteres muy adornados, 5) la casi obsesiva recurrencia a la simetría, 6) el encierro de cada composición en un marco ( que toma la forma del soporte de emplazamiento ), 7) la sobrecarga del espacio disponible, y 8)  la conceptualización simbólica de muchos de los objetos representados ( la herradura como símbolo de buena suerte).
Su diseño ornamental esta inspirado en  elementos decorativos de la época, como fachadas de frentes, vidrios pintados y algunos manuales de decoración. El desarrollo de las formas en espiral demuestra que estos ornamentos de origen eran preferentemente tomados del estilo neoclásico o grutesco y no del art noveau, ya que carecían de la característica “línea látigo”.
La temática, por lo general contenida en los óvalos centrales de las tablas llamadas “paneles celebratorios” eran de inspiración popular, y podían ser bastimentos, escenas campestres, la imagen de la Virgen de Luján o el retrato de Gardel. Los textos incluidos eran (más allá de los datos del propietario del carro) en su mayoría frases y lemas populares que constituían una “sabiduría de lo breve” y que alguna vez Jorge Luis Borges definió de “costados sentenciosos”. Ello demuestra que el fileteado se realiza no solamente con fines estéticos, sino que es también exponente de los valores socioculturales del hombre de la Ciudad de Buenos Aires.
El progreso fue trayendo consigo la inevitable sustitución del carro por parte del camión, que sin embargo supo aceptar al fileteado al igual que la tarea de carga que heredaba de su antecesor. Las formas decorativas se adaptaron de la caja del carro a las de los nuevos vehículos, que incluso se hacían en las mismas fábricas de carrocerías en las que los mismos maestros trabajaban y nuevos motivos fueron inventados para decorar las cabinas. Los colectivos también aceptaron al fileteado sobre su superficie, más lisa y amplia que la del carro al no estar dividida en paneles.
Carros, camiones y colectivos circulaban bellamente fileteados por las calles de la ciudad sin que nadie percibiera en ello una manifestación estética; era algo a lo que la gente estaba acostumbrada y que además no merecía un lugar dentro de la crítica del arte local. Precisamente eran los dueños de los vehículos y los maestros del oficio quienes conservaban vivo este arte al margen de cualquier forma posible de reconocimiento. Por ejemplo, un verdulero podía pactar con un fileteador un trabajo para su camión rico en colores y repertorio, que recreaba además una alegoría hecha a la medida de su propietario; ese camión ganaba la calle exponiéndose a la acción destructiva del uso, la intemperie y el tiempo y si no se restauraba en un plazo razonable era una obra que se perdía para siempre, como ocurría en la mayoría de los casos. El primer intento serio de valorización del fileteado fue la muestra realizada en la galería Wildenstein por Esther Barujel y Nicolás Rubió en 1970 luego de un paciente trabajo de investigación, que se consagró además con la edición de un excelente libro en 1994. A ellos debemos la colección de tablas fileteadas que alberga hoy el Museo de la Ciudad.
Pero nada pudo impedir que el fileteado comenzase su ocaso en la década del 70. Una ley que prohibía el fileteado de los colectivos en la ciudad de Buenos Aires promulgada en 1975 (Ordenanza de la S.E.T.O.P. Nº 1606/75 actualizada a junio de 1985) provocó su desaparición casi definitiva en aquellos vehículos. Por otro lado, el cierre de la mayoría de las carrocerías que mantenían al fileteador en calidad de empleado, la decadencia de la economía nacional que quitaba lugar a estos “gastos extras", además del fallecimiento de muchos maestros y la ausencia generalizada de discípulos, hizo que este arte languideciera rápidamente.
Tal vez esta desaparición fue necesaria para que el fileteado comenzase a ganar otros lugares. Desde hace más de una década este arte se incorporó a la pintura de caballete o el lenguaje publicitario de ciertas marcas que si bien lo sacan del contexto originario y las técnicas tradicionales, logran en cambio darle una autonomía antes impensada: la posibilidad de venta independientemente del rodado y por ende, su exposición como una “obra de arte” dentro de una casa o museo, o incluso convertirse en trabajos de diseño. A consecuencia de esta revalorización y paralelamente a ella fue adquiriendo otra significación al convertirse en emblema de la ciudad junto a su género musical característico: el tango. Este proceso no ha sido aún muy documentado, pero desde hace aproximadamente una década el fileteado se unió al tango como reconocida manifestación de identidad porteña.
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Ilustración: Fileteado de Alfredo Genovese.

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Diccionario Codex, Bs. As., Ed. Codex, 1954, Vol.1
E.Barugel y N. Rubió, Los maestros fileteadores de Buenos Aires, Bs.As., Fondo Nac. De las Artes, 1994.
Cirio, Norberto Pablo " El filete porteño: critica bibliográfica y definición conceptual "en  Inst. de Teoría e Historia del Arte Julio E. Payró, U.B.A. nov. de 1996.
Jorge Luis Borges (1930)  “Las inscripciones de los carros”, en Evaristo Carriego, VII, Obras completas, T 1, Emecé, Buenos Aires.